Nota de lectura: Todas las marcas en color [n] indican la página original del texto que transcribo, a manera de referencia.

 

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Domingo por la mañana.

Lorenzo, ha terminado esta noche atroz.   Las horas se han sucedido, una por una; mi madre ha permanecido a mi cabecera; yo he llorado, he gritado tu nombre; en el extravío de la fiebre he hablado contigo; ha vuelto el día, y me siento sucio y fatigado. Sin embargo, puedo escribirte con calma. ¿No es ésta una palabra ridícula? Calma ... ¡Cuando tantas cosas han sido devastadas! Anoche escribí las breves líneas que habrás recibido; no somos más que unas putas ; ¿debo creer que he renunciado a mi fe en el orden? Prefiero no responder, de momento; en verdad, no lo sé. Volví a mi casa anoche; o más bien, me encontré aquí. Mi madre me miraba, y yo se lo dije todo; ¿cuántos años hacía que tenía la intención de hacerlo? Pero, a decir verdad, no he hablado, no: he gritado, he vomitado; el dolor me ha hecho capaz de confesión; mi madre no se ha separado de mi cabecera, no ha manifestado asombro alguno, no ha preguntado nada, no ha insistido, ha callado; debe de haber comprendido que, de no ser por ella, me habría matado. Ahora estoy sentado a mi mesa, y me siento limpio, vacío; la fiebre ha remitido; tiemblo aún, aunque estoy tranquilo. Por consiguiente, y sobre todo, debes creer esto: no estoy loco. Razones profundas, violentas, legitiman mi estado presente, me lo imponen; no soy un ser débil, y menos aún un loco que implora tu compasión. Sé lo que quiero, sé lo que he querido siempre. Si hoy renunciase a ello, querría decir que ha llegado el momento de renunciar. Pero, espera: ¿ha llegado acaso ese momento de renunciar?

Cuando digo renunciar, Lorenzo, tú comprendes lo que quiero decir: Renunciar al orden. Admitir que Andrea Munari tiene razón; que nuestra raza está maldita; que Dios nos ha condenado en el espíritu y en la carne; que ese Dios es un monstruo implacable; que, no obstante, debemos aceptarle; que los ángeles de luz jamás han existido; que todo no ha sido más que una ilusión; que los seductores de militares, los habituales de los meaderos, esos golosos del amor que se pintan los labios y se cambian entre sí los amantes la víspera, que se reúnen, y se desnudan en grupo,

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a oscuras; en una palabra, quienes nos representan a los ojos de los demás; ¡esos, y sólo ésos, tienen razón!
¿Habré de reconocer que tienen razón por el solo hecho de que tú me hayas ocultado una carta y hayas ido a ver a alguien sin avisármelo? Creo que sí. Y sin embargo, Lorenzo, no ignoro los motivos que te han impulsado: la voluntad, en primer lugar, de no halagar lo que mi amor puede tener de exclusivo; después, el deseo de agradar a Keller. Pero el saber no me aplaca ni disminuye mi angustia, esta rebelión, este grito; porque todo este sufrimiento y estas preguntas y esta desesperación tienen también, tú lo sabes, una razón más difícil y más grande. El comprobar que por primera vez se ha introducido entre nosotros el desorden; que sea una falla o un abismo, ¿que importa? Este desorden es el desorden: una ruptura.
Tal vez me encuentre a punto de caer en el melodrama. Tal vez no tenga siquiera la posibilidad, sufriendo como sufro, de escapar al ridículo de la retórica. Tal vez incluso nos está vedado un dolor verdadero.
Pero la cuestión sigue en pie: ¿habremos de admitir que no tenemos la posibilidad de un orden? Yo me pregunto, Lorenzo, si es necesario pedirte que contestes.

Domingo por la tarde
Pero no; hay todavía demasiadas cosas que decir, este monólogo no tiene fin, todo resplandor se ha desvanecido, ¡yo cedo!   Estoy preso en un torbellino, he huído de casa de mi madre, he huído de los cuidados del doctor a quien ella llamó a mi cabecera, he vuelto a mi taller, y he encontrado de nuevo en esta pieza tu olor. Me siento aplastado por la casta de los Andrea Munari; los ángeles yacen con las alas rotas, y se ha perdido toda posibilidad de paraíso. Ese fango nos alcanza a todos, uno tras otro zozobramos en ese lodo inmundo; no somos más que unas putas; Andrea Munari tiene razón. ¡Ah, qué destreza! ¡Qué bien habéis jugado, y qué bien habéis logrado quebrar nuestras alas! No ha sido a ti, Lorenzo, a quien Munari ha contaminado, sino más bien el signo que yo veía en ti. Todo ha sido, pues, en vano: las lágrimas nocturnas de mi adolescencia, el terror que me invadió cuando leí mi nombre en la enciclopedia abierta al azar, las oraciones a ese Dios que se niega a escucharnos, mis esperanzas, mis abstenciones, y mi larga negativa a aceptar. Todo es inútil:

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 Andrea Munari triunfa de nosotros, porque tiene razón. El día en que te conocí, creí haber vencido a Babel; el destierro me pareció terminado; ¿por qué has hecho eso, Lorenzo, por qué me has abandonado? ¿No me había puesto en tus manos? ¿Por qué no me escuchas? ¡Ah, Lorenzo, sabes muy bien que te sigo queriendo, que te amo a pesar de todo, incluso derribado en tierra, como te estoy viendo! Sabes bien que no puedo renunciar a ti, incluso en el caso de que no renunciar a ti sea hacerse responsable del fango, del desorden... Me habéis vencido, y sin embargo, te amo; ¿es un pecado, si te amo? ¿Por qué no respondes, por qué no estás aquí, por qué no acudes hacia mí, por qué no me proteges, por qué no me ayudas a aceptar este desorden, por qué dejarme completamente solo, febril, en esta casa que conserva el olor de tu carne, por qué1?

Noche del domingo al lunes.
Nuevamente en casa de mi madre. Plena noche. El reloj ha tocado dos veces. Me han llevado a casa de mi madre. Estoy solo en la habitación. ¿Dónde estás tú? Me siento muy débil. No he comido nada. Todo se precisa. ¿No es excesivo lo que me sucede, si se tiene en cuenta la causa? No, Lorenzo, no es excesivo. Ahora comprendo los motivos más verdaderos de mi miseria. ¡Ah! Todo está claro ahora. Al aceptar la carta de ese mariquita, al aceptar las líneas garabateadas sobre el buzón, has comenzado por humillarme profundamente, me has puesto en ridículo; y eso, compréndelo, me concierne. Después hay lo que nos concierne. Es decir, a los que, como nosotros, pacientes, sedientos de orden, no aceptan el renunciar sin combatir, los que se ponen ante Dios sin cansarse de plantearle la cuestión: "Respóndenos, ya que Tú eres responsable." Para todos ésos, Lorenzo, has matado una esperanza; tu acto justifica el silencio de Aquel que nos ha creado así; e igualmente autoriza el desprecio de los que son distintos de nosotros. ¡Ah, imbécil!, con tus músculos, tu sonrisa, tus dientes sanos, tu canto, tu escultura, tus andares de perrillo joven, tu destreza en nadar, en correr, en jugar al tenis ..., ¡idiota!, te has prestado a la treta más horrible; nos has precipitado a nosotros también en el desorden y en la confusión. Y sin embargo, te amo; y te seguiré a donde quieras, porque te amo.

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Lunes a mediodía.
Ha remitido la fiebre, y siento que voy a sanar. Al fin he podido comer. Pienso en las líneas escritas para ti esta noche, y las confirmo. Te repito que te amo; y, sin embargo, no he despreciado a nadie como te desprecio en este momento. ¿Es el hecho de despreciarte lo que me impide odiarte? Este desprecio es tan poderoso que me alimenta y me cura. Os asombráis ante naturalezas como la mía. Nos creéis débiles, pensáis que el menor soplo bastará para derribarnos; y sin embargo, os equivocáis: pertenecemos a una raza que no cede. Lorenzo, yo no creo que ceda. Sé que te amo y no podré abandonarte jamás; pero ahora, te veo, y no te amo sino por lo que eres. No renunciaré, pues, al orden que es el mío. Al orden: el que suscita los celos y la cólera de un Andrea Munari, y que nos permite, a nosotros, hacer a Dios una pregunta y esperar de él una respuesta consoladora. Por eso, he decidido reunirme contigo cuanto antes; marcharé dentro de dos días. El pensamiento de verte de nuevo me exalta; y sin embargo, esta exaltación no basta a comprometerme con el desorden que tú has elegido. Qué palabras más altisonantes, ¿no es cierto? Esa sería la opinión de un Munari. Pero qué importa: te amo, Lorenzo, y no me dejaré jamás ensuciar. Estoy curado.

Lunes por la noche.
Lorenzo, ¿es esta carta la conclusión de un periodo de mi vida? Estimo de buena fe no haber exagerado al juzgar tu acto; sé, sin embargo, que he exagerado en las palabras. Mi justificación es que te amo y quiero que seas digno de la imagen que me he hecho de ti.
No quiero especular sobre lo que ha ocurrido entre nosotros., pero no puedo dejar de ver en ello una ocasión de repetir (con más gravedad, si quieres) lo que tantas veces te he dicho ya. Sabes que durante años y años he pagado el rescate de lo que soy. Sabes que he llorado en secreto, que he mirado con lágrimas en los ojos a mis camaradas saliendo del liceo con una compañera a su lado. Los acechaba entonces como un ladrón, volvía a mi casa y me arrojaba sobre el lecho para liberar mis lágrimas; o bien caía de rodillas y preguntaba (¿con qué esperanza, sin embargo, de ser escuchado?): ¿por qué he sido hecho así? ¿De quién es la culpa? Esto ha durado mucho tiempo, y nadie

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sospechaba que hubiese sobre mí, en mí, un dolor tan violento; porque no sufría como un ser humano puede sufrir (un ser humano que conserva siempre la posibilidad de revelar su tormento), sino como un topo herido y solitario, o un perro enfermo, o una hormiga. Después, un día, tuve conciencia de una realidad capaz de transformar mi vida: mi dolor nacía de un equívoco fundamental: yo no lloraba por lo que era, sino más bien por lo que una norma que no era la mía (y, por esto mismo, inaceptable por mi corazón y por mi razón) hubiese querido obligarme a ser. ¡Cuántos de mis semejantes habían acabado por ceder, ciega, furiosamente, al despotismo de ese equívoco! Amontonad una comunidad en un ghetto, habladle durante mil años de sus faltas, insinuad en el espíritu de sus miembros que están marcados por Dios, que son indignos de perdón, que la salvación se les niega; haced de ellos una imagen vergonzosa y difundidla, imponédsela a ellos mismos, a sus hijos; y lentamente, pero de una manera inexorable, su alma será desnaturalizada, acabarán por volverse semejantes a la imagen que de ellos habéis hecho; sobre esa imagen modelarán sus actos y sus pensamientos; acabarán por despreciarse tanto como vosotros los despreciáis; en una palabra, terminarán por daros la razón ... Yo comprendí, un día, que nuestra condición era ésa. Entonces me dije: "Es preciso resistir a esa ola de embustes, vencer el equívoco, creer en nuestra nobleza original." Jamás me he dicho, Lorenzo, que fuésemos mejores que los otros , sino que únicamente no éramos peores. Resistir al equívoco: he aquí algo que no es fácil, cuando se está solo. Entonces, te esperé y te busqué; y cuando te encontré al fin, hice de ti un signo, hice de ti la imagen de lo que cada uno de nosotros trata de llegar a ser. Simple, pura, natural, tu imagen, me dije, habrá de imponerse a la que ha engendrado el equívoco, y covertirse en la razón de una esperanza común.
He aquí por qué me he considerado traicionado y desconocido a causa de un acto que ahora, con el espíritu sereno, estimo como únicamente una debilidad. Y es porque en ti, Lorenzo, veo a alguien que no puede permitirse caer.
Así, pues, perdóname las palabras de odio y de desprecio que haya podido dirigirte. Y espérame, dentro de tres días en París. Te comunicaré por telegrama la hora de mi llegada.

Fabrizio Lupo llegó a París tres días después, como había anunciado, y encontró a Lorenzo en la estación.

 


1 Esta carta fué enviada así, sin terminar.


Fin de la Primera Parte de "Fabrizio Lupo"

 

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