Nota de lectura: Todas las marcas en color [n] indican la página original del texto que transcribo, a manera de referencia.

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Fabrizio Lupo llegó a mi casa de improviso y a una hora insólita; todavía no me había levantado.   Ocupó su lugar acostumbrado junto a la ventana y me estuvo viendo tomar el desayuno.   Mientras comía, le observaba:  tenía los párpados encarnados y los ojos le brillaban. " ¿Lees los periódicos? -preguntó para entablar la conversación-. Una mañana de éstas nos encontraremos todos bajo las banderas, y desfilaremos cantando por las calles. Nuestros asuntos individuales... ".
Tuve la sensación de que mis palabras eran inoportunas, y me interrumpí. Pero Fabrizio no pareció molesto por ello; se contentó con una réplica que aumentó mi perplejidad.
"Desde algún tiempo -dijo-, no me es posible considerar ciertas eventualidades; porque estoy solo."
"Perdóname", murmuré.
Me miró. "¿Y por qué? Yo he creído siempre en la impenetrabilidad de los sentimientos. De ciertos sentimientos. Se cree comprender lo que experimenta otro, y en verdad no se capta de ello sino la parte que nos es propia... Por lo demás, como sabes, no es especialmente tu comprensión lo que yo busco, sino tu ayuda".
De repente, me sentí dominado por el mal humor. "Una ayuda que tal vez no me es posible prestarte, que tal vez no estoy dispuesto..."
Fabrizio bajó la cabeza. " ¡Oh, sí! -dijo con acento de obstinación-. Una ayuda que me prestarás; y no a mí, ya que estoy más allá de toda ayuda, sino a muchos otros. Yo ya sé que escribirás una novela cuyo tema será el amor de Fabrizio Lupo. Y hasta te permito, si quieres, utilizar mi apellido y mi nombre".
"¡Muchas gracias!", repliqué.
"Si no, ¿por qué ibas a estar tomando notas? -prosiguió, sin tomar en cuenta mi ironía-. Desde ahora, mi historia te compromete profundamente. Es una historia que te atañe de cerca... No, no me he equivocado al venir en tu busca".
Y se puso a comerse las uñas.

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" Pareces muy fatigado esta mañana ", observé tras una breve pausa, tratando de desviar la conversación.
"En efecto, he dormido poco. Trató de dormir lo menos posible, pues me es difícil evitar los sueños... Esta noche he tenido un sueño todo de colores".
Me acerqué a la ventana.
"¡Fíjate que día tan hermoso, Fabrizio! Oye: ¿no es curioso que hayamos vivido los dos en esta ciudad sin conocernos, sin entablar amistad? Es evidente que tus viajes, los míos, el que tengas el taller allá arriba, sobre las colinas... Pero me siento contento de que estés aquí, me satisface que me hables como lo haces, me gusta que tener confianza en mí; y sin embargo, quisiera... Oye, Fabrizio: ¿ por qué no salimos juntos, damos un paseo a orillas del Arno, y vamos a visitar tu taller?... ¡Mira! Podríamos salir de la ciudad, ir a almorzar a cualquier ventorro entre los olivares... Estoy seguro de que hay un olor a sol..."
Fabrizio me dejó terminar, y después me miró. Había en su mirada una dulzura nueva y profunda. Pero apartó sus ojos de los míos y movió la cabeza. "No -dijo-; es preferible continuar. Tengo pprisa por acabar.. "
Al entrar, había dejado un paquete sobre la mesa. "¿Me has traído algo?", le pregunté, pues me sentí derrotado y quería desquitarme. El asintió.
" Si. Ya te he hablado de mi manuscrito. Eso que yo llamo mi novela ".
" ¿La novela que se titula Fabrizio Lupo ? "
"No; sólo una parte. En cuanto al resto..."
No terminó; sin embargo, mirándole, comprendí.
"Porque hoy terminaré mi historia", concluyó en efecto Fabrizio, en voz baja.
Quitó al manuscrito el papel que le envolvía. Eran unos centenares de hojas, de formato pequeño, unas escritas a máquina y otras a mano. Fabrizio las manejaba con mucho cuidado; fue entonces cuando me fijé por primera vez en sus dedos.
"Sólo los que tienen sangre judía -dije-, pueden tener unas manos como las tuyas, Fabrizio."
Era la primera vez que hacía yo alusión a su cuerpo; al menos, tuve esa impresión. Asintió de nuevo. "Una cuarta parte. Pero concentrada en las manos, como ya me han dicho varios. También las manos de Lorenzo..."
Cogí el manuscrito y comencé a hojearlo.

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" Dos letras diferentes. ¿Dos épocas diferentes? "
" Sí -dijo Fabrizio-. Ya te lo he dicho: escribí la primera parte del texto después de haber divisado al Mancebo. Era mediodía, salía de la escuela, y yo hice de él el símbolo de mis esperanzas: la fórmula de un encantamiento. Creo haber hecho también literatura, lo confieso. Pero después de haber conocido Lorenzo -vivo, éste, de carne y hueso- volví a poner mano en el viejo manuscrito, e introduje en él su presencia. Impuse su presencia. Este libro encierra así la marca de uno y otro. "
" Una fórmula extraña..."
"No sé: jamás me he planteado de una manera clara el problema del lector. Eres tú quien tendrás que plantearte ese problema: yo no soy escritor. He hecho de una parte de mi libro, la que se refiere al mancebo entrevisto fugazmente, un encantamiento; de la que lleva la marca de Lorenzo, he hecho un testimonio. ¿Sabes que varias de esas páginas de testimonio, o de confesión si así lo prefieres, las he dictado en el cuarto de un hotel, en la oscuridad, a un aparato silencioso? Hacía ya tiempo que el había adquirido un magnetófono... De noche, mi angustia crecía; entonces acercaba el aparato y, sin encender la luz, me ponía a hablar. Tal vez alguien vea en algunos pasajes los síntomas de una neurosis: porque en París he sufrido mucho."
"Es importante que un libro nazca en el dolor-dije yo-. Por el dolor, hasta lo que se llama literatura puede ser justificado. Estoy impaciente por leerlo."
"Yo quisiera que consideraras el conjunto como una materia, como una simple fuente de información... para tu novela sobre Fabrizio Lupo."
Sonreí, y dije: " Sobre el amor de Fabrizio Lupo, mejor ."
" Pero le falta la conclusión -añadió Fabrizio-. También vendrá ésta. Por el momento, Carlo, déjame proseguir mi relato. He llegado al episodio más atroz, el más miserable... "
Al punto comenzó a contar. Yo me di cuenta de que, por primera vez, me llamaba por mi nombre.

Cinco o seis días antes de la fecha que Lorenzo ha fijado para su marcha, se presentan de improviso algunos amigos suyos. Son Juan Keller, un muchacho de veinte años que se llama Pedro Giono, y otro más, el cual, en cuanto llegan a Florencia, se separa del grupo. Han venido en coche; piensan permanecer unos días y regresar a Francia llevándose con ellos, si él quiere, " al querido

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Lorenzo que no ha vuelto a dar señales de vida, pero a quien seguimos queriendo ". El querido Lorenzo recibe a sus amigos, especialmente a Juan Keller, con manifiesta satisfacción; Fabrizio parece bastante complacido del encuentro, y el resultado es que durante algunos días (los últimos días que Lorenzo pasa en Italia) no hacen otra cosa que vagabundear juntos de iglesias en museos. Lorenzo no se muestra poco envanecido: puede servir de intérprete, conoce perfectamente los lugares y evoluciona con facilidad y aplomo a través de las calles de la ciudad. Se las da de Florentino, y, con una alegría completamente infantil, no hace siquiera por disimular cierto desdén complacido ante la perplejidad de sus amigos.
Domingo por la mañana. Fabrizio marcha por la Vía Tornabuoni en compañía de Juan Keller y de Lorenzo. Dan las doce, la calle está inundada de sol, pasa un vendedor de flores haciendo el reclamo de sus ramilletes.
"¡Fabrizio!"
El nombre rompe el aire, estridente. El interpelado se vuelve, con un estremecimiento. "¡Caramba, Andrea! Por lo visto, tengo que encontrarte así, por casualidad, en la calle." Fabrizio estrecha con efusión la mano que se le tiende, y después presenta a sus amigos un joven sonriente y de aire desenvuelto. "Andrea Munari, el señor Juan Keller, y aquí tienes a alguien a quien no tengo necesidad de presentarte: Lorenzo. "
Andrea Munari es muy delgado. Su estatura es mediana, y tiene la cara fea pero expresiva, y los ojos excitados. Parece fatigado, va vestido descuidadamente, y lleva una barba de algunos días.
" Estoy de paso; vuelvo marcharme dentro de una hora ", le dice a Fabrizio en un francés correcto.
" Andrea Munari -explica Fabrizio a los demás- no es lo que se podría llamar un viejo amigo: es un amigo seguro. Nos conocimos por casualidad, pero hemos simpatizado como pocas veces sucede. Estoy contento al poder hoy presentarlo a todos ustedes. " Y al decir esto, Fabrizio mira sobre todo Lorenzo.
(" A Andrea Munari le estuve hablando sólo de Lorenzo durante dos días enteros. Esto ocurrió en Marina di Carrara, entre la partida de Pablo y la llegada de Lorenzo. Le había referido cómo nos conocimos, y todo lo que representaba para mí. Incluso le había hecho leer algunas cartas y hasta un texto que yo había

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escrito para el, una especie de poema.1  Andrea se había mostrado capaz de comprender, me había parecido inteligente y extremadamente sencillo. Me confío que sufría: llevaba una existencia desordenada y frenética, hasta el punto de que había acabado por convertirse en el tema de los comadreos de toda la comarca. Pertenecía a una familia acomodada, y daba suelta a sus instintos de la manera más desvergonzada e imprudente; llevaba en sí una voluntad de escándalo, que se manifestaba de cien maneras. Durante todo el tiempo que pasamos juntos, yo no había hecho nada por ocultarle mi reprobación; pero él acogía mis reproches con una sonrisa. "¡No todo el mundo puede encontrar a un Lorenzo!", me replicaba. Yo objetaba, no sin cierta dureza, que los Lorenzo no se encuentran de noche en los paseos; Andrea acababa por darme la razón, si bien concluía con una sonrisita: "Sí, pero yo soy un condenado". Siempre me atrajo por su inteligencia despierta y su ingenio; y tratando de justificarle, me decía a mí mismo que su comportamiento no era otra cosa que un reflejo de defensa: su dolor era evidente. Por eso, me complació encontrarle aquella mañana. ")
Pero el placer dura muy poco, pues, apenas terminadas las presentaciones, Andrea Munari comienza a hablar de una manera que a Fabrizio no le gusta en absoluto. En su francés correcto y fluido, que se complace de cuando en cuando en salpicar con algunas palabras de argot, el joven se abandona a una libertad de lenguaje cuando menos extraña. Dice haberse encontrado la noche anterior con cierto holandés, cuyo nombre ignora, no obstante, y haber pasado con él la noche en un hotelucho de los alrededores de la estación, extendiéndose acerca de los hechos y circunstancias de la noche, con profusión de detalles. Fabrizio, molesto y estupefacto, le escucha durante un momento, hasta que al fin reacciona, y, sin disimular su irritación, le dice que les esperan y que tienen que irse... Andrea Munari sonríe de una manera extraña: " ¿Les he escandalizado? " Y después de un breve saludo, se aleja sin cesar de sonreír, contoneándose más que de costumbre. " Les ruego que me dispensen -dice Fabrizio sus amigos-. A pesar de todo jamás le hubiese creído capaz de comportarse de ese modo. Yo creo que no está muy bien... " Pero no puede dejar de notar que, si bien Lorenzo

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ha permanecido totalmente indiferente, Juan Keller, por el contrario, se muestra muy interesado por la personalidad de Munari, y no lo oculta.
" A la mañana siguiente -sigue refiriéndome Fabrizio Lupo-, vuelvo sólo a mi casa (Lorenzo se ha quedado con Keller para servirle de guía), y me detengo un momento para tomar las cartas del buzón que se encuentra al pie de la escalera. Con gran sorpresa de mi parte, observo que alguien ha garabateado unas palabras de saludo en la tarjeta que lleva mi nombre. Un saludo afectuoso, muy cordial,  dice la inscripción. Y firma: Andrea. No hay en ello nada de extraordinario, si bien, considerando la manera bastante brusca en que terminó la conversación de la víspera... Y cuando, recogidas mis cartas estoy a punto de marcharme, me doy cuenta de que en la tarjeta de visita de Lorenzo, fijada con una chinche al lado de la mía, hay igualmente algo garabateado (pero con lápiz, y no con tinta como en la mía). Me acerco, y puedo descifrar: A ti, querido, más que un saludo,  y sin firma. Durante un momento permanezco inmóvil con las cartas en las manos, petrificado; después subo la escalera de cuatro en cuatro, entre mi habitación, y me siento invadido de una cólera que va en aumento... ¿Cómo? Después de las confidencias que le he hecho, después de la prueba de confianza que le he dado al hablarle de Lorenzo, diciéndole lo que Lorenzo representaba para mí, Andrea se atreve... En ese momento, antes todavía de que pueda recobrarme, he aquí que llega precisamente Lorenzo, y con él Juan Keller, sutil y sonriente tras de los gruesos vidrios de sus gafas. Lorenzo adivina al punto mi agitación. "¿Qué te sucede? ¡Cuenta!" Tratando de contenerme, le cuento la desvergüenza de Munari, y, con cierta sorpresa, compruebo que no manifiesta ningún asombro. "¿Y eso es todo?" Yo le miro sin comprender; y estoy a punto de decirle algo, tal vez voy a gritar, cuando Juan Keller interviene con una carcajada. " Vamos, Fabrizio! Le hemos dado a usted una broma. Es usted más italiano que los propios italianos. ¿Por qué no toma usted una espada y corre a clavarla en el corazón de su rival? " Y al decir esto, me coge las manos. A mí me parece la broma de un gusto bastante dudoso; sin embargo, me siento tan contento de que se trate únicamente de una broma, que me precipito en busca de una botella de lambrusco para convidar a mis amigos... Reímos, bromeamos, y ni por un solo momento -ni el espacio de un segundo- se me ocurre que la letra que

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he visto en las tarjetas de visita es efectivamente la de Andrea Munari, la suya propia. Porque, como sucede con frecuencia, no creo sino en lo que me tranquiliza... "

Estoy persuadido de que Lorenzo, con el optimismo innato que le era propio y aquella sólida seguridad que tenía en lo referente al amor de Fabrizio, debía de ser absolutamente incapaz de comprender los celos de su amigo (unos celos bastante extraños, como ha podido verse en el episodio que acaba de transcribirse: una simple afirmación bastaba para apaciguarle). Dócil, cariñoso por naturaleza, Lorenzo calmaba con una sonrisa o una palabra afectuosa sus manifestaciones más agudas; pero, en cuanto a sus verdaderos orígenes, a sus formas, no captaba nada. Nada, o casi nada; porque si bien sonreía ante esas manifestaciones concretas, enfrentaba la cuestión de principio con una terca actitud de defensa. Fabrizio Lupo lo sabía.
(" Siempre había sido sincero conmigo. ' Quiero amarte -me había declarado-, quiero vivir contigo, quiero entregarme por completo a tí; pero quiero ser yo quien dé. Quiere vivir en la jaula de tu afecto, pues es innegable que se trata, y tú debes admitirlo, Fabrizio, de una jaula; sin embargo, soy yo quien debe querer, quien debe aceptar ser encerrado'. Tal era, en substancia, la actitud de Lorenzo; el aspecto, si quieres, de su defensa. Una vez planteado este principio -Lorenzo o los dogmas, decía yo-, estaba él dispuesto a aceptar muchas, tal vez demasiadas cosas, y a sonreír, en particular, de mis crisis de celos, como de una pequeña manía contra la cual no se puede hacer nada. Y sin duda, era esa sonrisa suya la que le impedía comprender realmente. Un ejemplo: un día me dio una foto suya, y como yo le pidiera que escribiera en ella algunas palabras, él lo hizo, después de una larga reflexión. A ti, Fabrizio -escribió al dorso-, a quien quiero amar, pues me importa amarte voluntariamente, y firmó. "Es poco", protesté yo haciendo un mohín. Y él, después de mirarme, tomó de nuevo el retrato para añadir: a causa de lo cual, puedo permitirme decir, y, volviendo la fotografía, estampó esta declaración al pie de su propia imagen: te amo. Así era Lorenzo. ")
Después de marcharse Juan Keller, Lorenzo se dirige a Fabrizio, con esta pregunta: "Admitiendo -le dice- que las palabras escritas por tu amigo sean auténticas, ¿cómo justificarías,

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con respecto a mí, tu arrebato, tu turbación, tu cólera? Tú estás seguro de mí, ¿no es así?"
(" Esa pregunta quisiera hacértela a mi vez en este momento mismo -dije yo a Fabrizio Lupo, interrumpiendo su relato-: tú estabas seguro de él, ¿ no es así?"
"¡Yo estaba seguro de que él, pero no de los demás! Si Andrea Munari se hubiese permitido una acción de este género - le conteste a Lorenzo-, yo me sentiría ofendido en lo más profundo de mi ser. ¡Porque nadie tiene derecho a dirigirse a ti, Lorenzo, como al primero que se encuentra en las tinieblas de un urinario!")
Lorenzo calla por un instante, y después levanta la cabeza, con ese gesto de obstinación que hace a veces.
"Habría ofendido algo que pertenece;  ¿es eso lo que quieres decir?"
("En el fondo, creo que tenía razón -me confesó Fabrizio Lupo-. Andrea Munari, en mi espíritu, habría ofendido algo que me pertenecía.")
Sin embargo, esta discusión no se prolonga por mucho tiempo. En los días que preceden a la separación (aunque sea breve, es siempre una separación), su amor se trueca en pasión y los abraza como nunca, noche y día.

El domingo es el encuentro con Andrea Munari; el lunes, el descubrimiento de las palabras garabateadas en la tarjeta de visita. El martes por la mañana recibe Fabrizio Lupo una carta de Munari, quien, en un lenguaje confuso, casi histérico, declara haber experimentado un inmenso placer en su encuentro fortuito, y termina diciendo: " Ahora pienso en ti más que antes; sé que pronto te quedarás sólo, y quisiera ir a pasar unas horas contigo. El sábado próximo por la tarde iré a verte al taller. " Fabrizio está estupefacto; adivina algo turbio en aquella carta, como si tuviera un doble sentido. Mientras la lee, Lorenzo le está mirando, y pregunta al fin, casi de una manera distraída: "¿No dice nada de mí?" Fabrizio mueve la cabeza negativamente y arroja la carta sobre la mesa. "Nada, y ha hecho muy bien; es lo que yo le hubiese aconsejado que hiciera... "
El jueves por la mañana, antes de salir el sol, Lorenzo se marcha en coche con Keller y Pedro Giono. Está ojeroso y parece fatigado; Fabrizio mira, sin hacer un gesto, cómo desaparece el coche en el primer recodo de la carretera; después, vuelve a su casa y se arro-

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ja sobre el lecho. En una de las patas del caballete, clavado con una chinche, ha encontrado una esquela en la que Lorenzo ha escrito con gruesas letras:

TI AMO E TI ASPETTO
El sol templado de septiembre, que se posa como una lenta caricia sobre las colinas, no logra consolarle.

Llega la tarde del sábado, y Fabrizio se ha olvidado de la cita que le diera Andrea Munari. Se lo encuentra (¿por casualidad?) en la calle; al menos, en aquel momento piensa: por casualidad.
"He llamado en vano a tu puerta -le dice Andrea, que lleva una maletita de viaje-. Sin embargo, te escribí avisándote."
Fabrizio responde con frialdad: "Dispénsame; estos días ando un poco distraído."
"¿Estás solo, ahora?"
"Sí, Lorenzo se marchó el jueves por la mañana."
Anochece, y los reflejos de los rótulos de neón se combinan ya con los últimos resplandores del sol. Andrea camina junto a Fabrizio, que no encuentra las palabras que quisiera. Un pensamiento le obsesiona: " ¿Cómo voy a poder librarme de éste? " Nada más.
" Pasaron la tarde mi casa ", deja caer Munari vagamente.
Fabrizio se detiene de pronto.
" ¿Cómo? "
Andrea se detiene también. "¡Oh, perdón!" Lorenzo me pidió, en efecto, que no te hablara de ello... Yo también, como tú, soy un hombre distraído, o más bien, un indiscreto..."
"Pero, ¿cómo? ¿Cómo?", insiste Fabrizio zarandeándole violentamente.
"¡Cálmate! ¿Qué te pasa? Bueno, pues si: fueron a verme a Marina di Carrara. Eso es todo. No hay en ello nada de extraordinario; fueron y ..."
Fabrizio oye elevarse su propia voz como si fuera la de otro. "No tenían tu dirección, y no me dijeron nada a mi..."
"¿No te dijeron que le había escrito una carta invitándole a ir a mi casa?", replica Munari, con una sonrisa irónica.
"¿A quién? ¿Que le escribiste a quién?"
"Pues a Lorenzo; ¿a quién va a ser? -Ahora el joven deja oír su risa aguda-. Es curioso: se habla de un amor tan grande, tan

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sublime, y después se ocultan el uno al otro las cartas, y no se quiere ..."
Fabrizio se queda mirando fijamente al suelo. Ahora tiene la sensación de que la ciudad oscila en torno suyo. La voz del otro le llega de muy lejos.
"¡Ah, vosotros! ¡Siempre dispuestos a juzgar! Y llego ... Tu Lorenzo, querido, es como los demás. Tus ángeles, amigo mío, tus príncipes, no son más que unas putillas, como yo, como los demás, como todo el mundo. No es el caso ..."
Transcurre un segundo. Fabrizio se pasa la mano por la frente. Luego, ordena con voz sorda:
"¡Vete! ¡Lárgate!"
"No exageres, por favor -Andrea Munari pasea en torno suyo una mirada vacilante-. No exageres, por favor, que no estamos solos. Yo no quería apenarte, Fabrizio; pero tú idealismo... Por otra parte, Lorenzo no estuvo en mi casa más que media hora, y con los demás; aparte de eso, he jugado lealmente. ¿Acaso no viste las palabritas que escribí en la tarjeta que estaba sobre el buzón?"
"Si no te vas -dice violentamente Fabrizio, recalcando las palabras-, te doy una paliza aquí, en medio de la calle."
Andrea Munari hace por reír (pero tienen miedo, y no logra disimularlo).
"Me voy, me voy, te dejó con tus ángeles..."
Fabrizio Lupo se queda solo en medio de la calle.
Se sienta a la mesa de un café. Tiene ganas de vomitar. "Voy a vomitar de verdad", se dice. Llega el mozo, y le pide en voz baja: "un coñac, pronto, por favor." El mozo se aleja. Es preciso reaccionar, hacer acopio de fuerzas, sacar de un bolsillo la fotografía que Lorenzo le había dado (la que tiene la dedicatoria complicada), y romperla en cuatro pedazos; eso es lo que hay que hacer. Llega el mozo con el coñac. "Espere usted -dice Fabrizio-; voy a pagarle." Se toma el coñac, saca de la cartera una hoja de papel y un sobre, y se pone a escribir rápidamente, en gruesos caracteres.
"Ahí tienes tu foto, te la devuelvo con todo lo demás. Eres como los otros -Andrea Munari tiene razón-, ¡príncipes, mensajeros, ángeles de luz! -Munari tiene razón: no somos más que unas putas."
Firma, mete la hoja de papel en el sobre, introduce en él los cuatro pedazos de la fotografía, lo cierra y escribe la dirección de Lorenzo. En gruesos caracteres. "Que sepa -se dice- que,

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a pesar de todo, estoy tranquilo".   Entonces se levanta, se dirige a la oficina de correos, compra un timbre, se acerca al buzón, vacila (un instante), y su carta cae con un ruido opaco. Y, con la carta, le parece que algo de más peso, algo más secreto, se pierde también. Ahora Fabrizio se apoya en la pared, y siente que alguien le sostiene; después da algunos pasos, se encamina hacia un taxi, da una dirección (la de su madre), y se deja llevar.



  1 Se trata indudablemente de la Cantata para alguien  (párrafos 83, 84 y 85 de la "novela"). 
Ubicada dentro de la "Segunda Parte" de
Fabrizio Lupo.


 

 

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Marzo del año 2001

Fin de página ... que no de la novela...

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