GUERRA
BIOLOGICA
La ingeniería genética permite que científicos sin
escrúpulos diseñen armas más devastadoras o microbios más
virulentos para conflictos bélicos
(The
Guardian / Diario El Mundo - España),- Hay un temor persistente
ante las amenazas de bombardear la maquinaria militar que aún
posee Sadam Husein: la posibilidad de que un misil escondido en
alguna parte del desierto de Irak pueda esparcir toneladas de
gases tóxicos o de mortíferas esporas de ántrax sobre Tel Aviv
o cualquier otra ciudad. Estas armas biológicas, que pueden
tener efectos nefastos en el hombre y en la naturaleza, podrían
llegar a ser aún más peligrosas si científicos sin escrúpulos
diseñan, mediante ingeniería genética, armas más letales o
microbios más virulentos.
Exista o no una verdadera amenaza es suficientemente plausible
para que, una vez más, los israelíes hayan echado mano a toda
carrera de las máscaras de gas. Y los científicos y los agentes
de los servicios secretos, quienes durante años han hecho
hincapié en la amenaza de la proliferación de armas nucleares,
están ahora centrando su atención en los peligros de la guerra
química y bacteriológica.
La razón es muy sencilla. En palabras de Paul Rogers, director
del Departamento de Estudios sobre la paz de la Universidad de
Bradford, "es mucho más difícil fabricar armas nucleares
que armas químicas y bacteriológicas. Cualquier país con una
industria agrícola considerable puede modificar muy fácilmente
sus pesticidas y fertilizantes para fabricar armas químicas y
bacteriológicas". Además, según las lecciones extraídas
en Irak por la UNSCOM (equipo de inspectores de la ONU), a un
Estado le resulta mucho muy difícil mantener ocultas sus
actividades de investigación y desarrollo de armas nucleares,
pero no ocurre lo mismo con respecto a las armas químicas y
bacteriológicas.
Y si todo esto no es suficiente motivo de alarma, hay más. La
ingeniería genética aumenta aún más el peligro: la
posibilidad de que científicos sin escrúpulos diseñen armas
aún más letales o microbios más virulentos. No obstante, hay
muchos estudios en marcha en todo el mundo sobre la forma de
modificar microbios conocidos para usos comerciales y médicos.
En cualquier caso, ¿cómo podrán los gobiernos detectar
manipulaciones genéticas aviesas a esta escala literalmente
microscópica?
John Deutch advirtió en 1996, cuando era director de la CIA, que
la proliferación de las armas químicas y bacteriológicas en
manos de estados y grupos terroristas era "a largo plazo el
reto más apremiante y difícil de los servicios secretos. Los
materiales y conocimientos para fabricar armas químicas y
bacteriológicas están más disponibles hoy que nunca".
No obstante, una cosa es producir armas de este tipo y la otra es
contar con un sistema balístico eficaz. Según la UNSCOM, los
científicos iraquíes han estado realizando experimentos para
determinar el mejor diseño de ojivas y de misiles capaces de
cargar armas químicas y bacteriológicas. Uno de los problemas
que deben resolver es cómo impedir que los agentes tóxicos se
quemen al impactar en el objetivo o cuando el misil vuelve a
entrar en la atmósfera.
Irak ha realizado pruebas con aviones sin piloto, en particular
con modelos MIG 21 adaptados, para llevar a cabo estas misiones.
Al término de la Guerra del Golfo se descubrieron 10 aviones sin
piloto en un refugio aéreo de los cuarteles del Centro Estatal
de Industrias Mecánicas de Nair.
En cualquier caso, Irak, bajo el régimen de Sadam, no se ha
limitado a la realización de experimentos. En marzo de 1988
empleó armas químicas contra sus propios habitantes en un
ataque aéreo contra la localidad kurda de Halabja, en el que se
calcula que perdieron la vida 8.000 civiles. La guerra entre Irak
e Irán también proporcionó la oportunidad de utilizar estas
armas, que tuvieron efectos mortíferos en el campo de batalla. Y
ahora, según los servicios secretos de varios países
occidentales, Irak incluso exporta esta tecnología: según
informes presentados el mes pasado, los científicos de Irak
están colaborando con Libia en el desarrollo de un programa de
armas bacteriológicas, que se lleva a cabo en un centro de
nombre inofensivo, los Laboratorios Centrales de Sanidad, cerca
de Trípoli. Al parecer, Libia ha solicitado de Irak tecnología
de usos múltiples -también puede emplearse en la agricultura y
la sanidad- que ya no puede obtener en Occidente.
Las armas bacteriológicas y químicas no son recientes. Los
romanos solían envenenar el agua de los pozos arrojando en ellos
cadáveres, uno de los primeros métodos de erradicar a la
población asentada en una zona. En 1346, los tártaros emplearon
sus catapultas para lanzar cadáveres infectados en el interior
de la ciudad amurallada de Kaffa, consiguiendo acortar el que
pudo haber sido un largo asedio. Algunos historiadores creen que
quizá así se introdujo la peste bubónica en Europa.
Gran Bretaña no ha sido reacia a la fabricación de este tipo de
armamento. Durante la I Guerra Mundial, el gobierno británico
almacenó cinco millones de raciones de alimento vacuno
infectadas con ántrax, y estaba dispuesto a dejarlas caer sobre
los rebaños alemanes en caso de que los científicos del Kaiser
utilizaran armas bacteriológicas. Al término de la guerra,
equipos de investigadores británicos, estadounidenses y
canadienses estaban efectuando experimentos con bombas de ántrax
antipersonas, que nunca llegaron a fabricarse. De hecho, los
alemanes ya habían descubierto, en el caso del gas mostaza y el
cloro, que algunas armas no eran fiables porque actuaban
indiscriminadamente.
El ántrax es un viejo enemigo, que amenaza sobre todo a las
personas que trabajan con animales, o derivados de animales, como
las pieles. Existen medicamentos que curan la enfermedad, y
vacunas para proteger a veterinarios, cardadores, y otros grupos
de riesgo. El bacilo del ántrax es resistente; sus esporas
pueden mantenerse casi indefinidamente. Por tanto, ello presenta
ciertas dificultades. Debido a los experimentos británicos con
el ántrax, la isla escocesa de Gruinard tuvo que permanecer
clausurada durante décadas. Por otro lado, cualquier ejército
que mantenga un arsenal de estas armas crea un peligro para la
salud de sus propias tropas. En 1979, un total de 96 personas
enfermaron y 69 murieron en un brote de ántrax en Sverdlovsk, en
la antigua Unión Soviética. En aquel entonces los rusos
sostuvieron que había surgido debido a un lote de carne
contaminada. Más tarde se supo que se había producido a raíz
de una explosión en un centro de armas biológicas situado cerca
de dicha localidad.
Los japoneses realizaron durante la II Guerra Mundial una serie
de experimentos en el infame campo de concentración 731 de
Manchuria. Llevaron a cabo pruebas con prisioneros,
provocándoles infecciones de botulismo, encefalitis, tifo,
viruela y otras 16 enfermedades. Después de la guerra, Estados
Unidos desarrolló armas que causaban ántrax, fiebre amarilla,
tularemia, brucelosis y otros estados febriles, además de
enfermedades que atacaban los cultivos.
El gran inconveniente de las armas bacteriológicas y químicas
-el hecho de que suponen un peligro tanto para las propias
fuerzas como para las del enemigo- fue el motivo de los acuerdos
para limitar su uso. El empleo del gas en los campos de batalla
se prohibió muy pronto, desde la I Guerra Mundial, cuando el gas
mostaza sembró el horror en los campos de batalla.
En 1972, la Convención de Armas Bacteriológicas fue firmada por
Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido. Sin
embargo, el acuerdo no ha resultado tan eficaz; un estudio
realizado por una oficina del Congreso de Estados Unidos en 1993
llegaba a la conclusión de que Irán, Irak, Israel, Libia,
Siria, Corea del Norte y Taiwan podrían ocultar armas químicas
y bacteriológicas de carácter ofensivo.
Sin embargo, lo que ha sido motivo de alarma para los analistas y
estrategas es la combinación de la rápida proliferación de los
misiles balísticos, particularmente del omnipresente Scud, de
fabricación soviética, y de las ojivas que pueden cargarse con
ántrax o gas tóxico VX. Siria, por ejemplo, no mantiene un
programa nuclear, se cree, pero posee armas químicas, y una gran
cantidad de Scuds.
Hoy en día el mayor temor no es que un estado agresivo pueda
hacer uso de este tipo de armas. El principal motivo de alarma es
la amenaza de los grupos terroristas. El uso de armas químicas y
bacteriológicas, indiscriminado o contra objetivos concretos, no
puede controlarse con acciones militares convencionales.
El primer ataque a gran escala perpetrado por un grupo
independiente se produjo en marzo de 1995 en Tokio. Miembros de
la secta religiosa Aum Shinrikyo lanzaron gas sarín en el metro:
12 personas resultaron muertas y 5.500 heridas. Una minúscula
gota de sarín, en contacto con la piel o inhalada, basta para
producir postración y, al poco tiempo, la muerte. La secta
había logrado reclutar a algunos científicos con experiencia
quienes, según los investigadores japoneses, también estaban
realizando pruebas con otras sustancias, entre ellas el ántrax.
Sin embargo, el ataque pudo haber sido peor. En 1992 el director
de la secta viajó a Zaire, en teoría para ayudar a las
víctimas del Ebola, pero, según el Senado de Estados Unidos, el
verdadero motivo de su viaje era la obtención de muestras del
virus. El 90% de las personas infectadas de Ebola muere, de forma
espantosa, al cabo de una semana.
Existen pruebas de otros intentos de lanzar ataques con armas
químicas y bacteriológicas. En 1995 fue detenido un hombre de
Ohio que intentaba comprar cultivos de la peste bubónica a
través del correo. Un año más tarde, la policía alemana
confiscó a un grupo neonazi un disco informático cifrado con
información sobre el uso del gas mostaza.
Alistar Hay, microbiólogo de la Universidad de Leeds, comenzó a
advertir hace 20 años del peligro de las armas bacteriológicas
en manos de grupos terroristas. Pero incluso en algunos países
firmantes de la Convención existen grupos sumamente peligrosos.
"Me sorprendieron mucho las investigaciones sobre armas
bacteriológicas y plagas que se llevaban a cabo en Rusia en
1992. El Gobierno decía una cosa, pero lo cierto es que la KGB
estaba realizando un programa distinto. Uno se pregunta hasta
qué punto los gobiernos de estos países pueden controlar a
sectores dispuestos a operar ilegalmente".
Por David Fairhall, Richard Nortontailor, Tim Radford
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