Nota de lectura: Todas las marcas en color [n] indican la página original del texto que transcribo, a manera de referencia.

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Italia acoge a Lorenzo con la aridez de su estío estremecido por el canto de las cigarras, Lorenzo encuentra al punto que el cielo es más basto que en Florencia; tal vez a causa de que, aquí, todo los árboles son altos y esbeltos. Los cipreses, por ejemplo. La primera frase que Fabrizio le dirige se refiere precisamente a los cipreses: "Espero que te gustarán." Lorenzo está bañado en sudor, despeado, su viaje ha estado lleno de emociones. "He estudiado el ialiano, ¿sabes?" La carretera que conduce a la casa de Fabrizio sube sin cesar desde la salida de la ciudad. "No, déjame que lleve mis maletas. ¡Me gusta poder decir que lo hago todo por mí mismo!" Luego, en el umbral, antes de subir las escaleras, Lorenzo se detiene, y dice: "Estoy contento de estar junto a ti, Fabrizio". 

Este calla.

Por las ventanas de su taller, muestra a Lorenzo la ciudad y las colinas; después, volviéndose, señala algo que hay en un rincón de la pieza. "Barro para ti, para que puedas trabajar." Callan, por un momento, para escuchar el tañido de una campana.

Ha anochecido, y se van a cenar a la otra orilla del Arno. Comen los dos solos. El dueño del establecimiento, embutido en su delantal de cáñamo, les sirve en persona y sonríe. El vino tinto excita a Lorenzo; trata de enrollar en su tenedor los spaghetti, y este juego le divierte a tal punto que casi se olvida de comer. "Tienes que aprender, Lorenzo; aquí no se comen más que pastas..." En la sala, todas las miradas se vuelven hacia Lorenzo, que ríe. "¿Francés? - pregunta el dueño -. Realmente, nadie lo diría: rie como un italiano." Fabrizio traduce, y Lorenzo se levanta y estrecha la mano del viejo. Anche  questo nella vostra lingua!", dice mejor o peor.

("Pero había el recuerdo de Pablo, que, algunos días antes, se había sentado a aquella misma mesa. No había reído una sola vez; sus ojos graves no se habían apartado jamás en mi cara. Su presencia: él, tan delgado, delicado, con aquellos cabellos de ángel. Ahora, trataba yo de alejar su recuerdo; era en vano.")

Vuelven a la casa sin apresurarse, a pie, el uno junto al otro. Las calles están llenas de gente en busca de fresco. El cielo, por la

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parte de los Cascine, está todavía pintado de violeta. Tres chiquillos vienen a asediarles con sus cigarrillos de mercado negro. Lorenzo les pregunta a sus nombres; el mayor se llama Michele . "¡Compremos por lo menos una cajetilla!", pide Lorenzo, quien, por lo demás, no fuma. Inician la subida hacia la casa; el aire refresca. Delante de la casa hay una placita en la cual se instalan durante el día los vendedores de frutas y verdura; y ahora se pudren sobre el suelo hierbas y frutas abandonadas. Alguien canta con voz gutural, acompañándose con acordes de guitarra. El cielo está ya lleno de estrellas. "¿Subimos?", propone Fabrizio a Lorenzo.

El taller se encuentra en lo más alto del inmueble; hay que recorrer un largo pasillo, y después subir, subir hasta el cielo, como dice Lorenzo. "Tenía la respiración profunda (es Fabrizio Lupo quien habla). Yo pensaba: ¡hoy no estoy solo! El ruido de la llave en la cerradura no me causó ya horror ninguno. Entramos en mi casa, abrí todas las ventanas; allá a lo lejos se veían las luces de Florencia, cubierta por la noche. Lorenzo vino a mi lado en silencio. Se había levantado una brisa ligera, y la voz del desconocido seguía cantando. Permanecimos así, un rato, inmóviles, y, por un instante, la presencia de Pablo se siente allí con violencia. Vuelve, y viene a nuestro lado. Veo de nuevo el gesto con el que expresa su asombro: las yemas del pulgar y del índice juntas y los labios apretados... O su llanto de desesperación al verse tal como es, invocando a Dios, "perdóname porque no tengo yo la culpa, y Tú lo sabes". Pablo... Pero Lorenzo me coge la mano de pronto, reteniéndola entre las suyas, sin decir nada, sin violencia. Sin violencia (y tal vez por eso), la imagen de Pablo se alejó. Entonces, por primera vez, me sentí completamente feliz."

Transcurre agosto con sus días tórridos. No le es difícil la Fabrizio organizar una vida en común; lo difícil es adaptarse a la alegría que se le ofrece. Para defenderse, prueba entonces a fragmentarla, a vigilar sus detalles... Bajar por ejemplo, por la mañana, a comprar los croisants para el desayuno que toman juntos antes de ponerse a trabajar. Preparar una excursión a los alrededores de la ciudad, un paseo a casa de un amigo, o la visita a un museo. Revelar a Lorenzo el paisaje; esto sobre todo: no darle tregua, imponer el paisaje a su alma. "Estaba persuadido -afirma Fabrizio Lupo- de que no se podía hacer arte sin haber comprendido la comarca toscana..." Lorenzo se resiste, y es natural: le impulsaban a ello las viejas reglas, que ahora las nuevas tratan de 

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destruir. "París tiene un espíritu compuesto de medida -me dice Fabrizio Lupo-, igual que el nuestro; pero el suyo, el de Lorenzo, se alimentaba sobre todo de los fuertes contrastes de su Turena natal: los bosques, los cielos bajos, el viento. Era preciso, pues, revelarle esa armonía nuestra, compuesta de instantes, de claros entre nubes, de luces fugitivas". Por la noche, se pasean largo rato, emparejados, por las riberas del Arno, generalmente, al llegar a las puertas de la ciudad, Lorenzo romper cantar. No es raro verlos encaminarse al mediodía, bajo el sol, a través de la campiña polvorienta y llena del ruido de las cigarras, con las amapolas escarlata entre los trigos y los olivos aplastados contra el suelo. "Esta es la Toscana", dice Fabrizio a su amigo, no sin orgullo.

Me refirió detalladamente aquellos primeros días del verano (de su verano) con una voz monótona, triste. Yo veía que estaba sufriendo, pero que no quería ceder al dolor. Era lento en su exposición, y casi meticuloso; yo sabía que había reflexionado de antemano lo que me decía, que había preparado su discurso frase por frase, preciso, obstinado. "Para que me ayudes a testimoniar", insistía sin cansarse, precisando así cada vez el motivo que le había conducido a mi.

Abordó el tema de sus celos. "Vale la pena que te hablé de ello -dijo-. Los celos son uno de los alimentos del amor. Déjame que te hable de ellos; ya verás como no será inútil."

Yo estaba estupefacto cuando, terminada la crisis, examine con una atención desprovista de pasión los aspectos de mis celos... Tal vez exagere al decir "desprovista de pasión"; como quiera que sea, soy lo bastante clarividente respecto a mis sentimientos y a mis excesos, aunque, por otra parte, conocerlos no haya querido decir nunca para mí, eliminarlos o reducir su ímpetu. Mis celos me asombran no sólo porque estaban allí (vivos, vigilantes), y sin que Lorenzo les procurarse el menor pretexto; sino además porque se alimentaban de sí mismo al quiero decir que eran capaces de sacar una imagen de la nada y de alimentarse de esa imagen tras de haberla aumentado sin medida. Pero es preferible que te ponga un ejemplo. Dormíamos, como creo habértelo dicho, en la gran habitación que me servía de taller, en dos divanes poco alejados el uno del otro. La vitalidad exuberante, casi animal, de Lorenzo caía de un golpe en cuanto a la luz se apagaba: murmuraba rápidamente " buenas noches", y se hundía

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al punto en el sueño. Si yo pronunciaba todavía algunas palabras, si insistía, en la oscuridad, para que me respondiese, él lo hacía de manera indistinta, gruñendo; hasta el punto de que a menudo, volviendo a encender la lámpara, yo acababa por ponerme a leer un libro o un periódico. Cuando trataba al fin de dormir, de nuevo a oscuras, oía sucederse en la noche los cuartos y las medias de mi reloj de pared. Permanecía, con los ojos abiertos, repasando los hechos del día, y oía de nuevo las palabras que habían sido pronunciadas, volviendo a pasar las imágenes como sobre una pantalla. La respiración de Lorenzo, que se elevaba grave y regular, me incitaba al viaje fantástico que comenzaba. Comenzaba por esa primera torturante hipótesis ( que acababa, al punto, por convertirse para mí  en una realidad): no era yo mismo quien me encontraba allí, junto a él que dormía, sino otro. Un desconocido: alguien con quien se acaba de encontrar por casualidad, y a quien ha traído aquí. Sólo de tratar de darle un rostro a esa criatura irreal, la sangre afluye a mis sienes; y sin embargo, la obsesión es ya demasiado fuerte para que pueda renunciar a ella... El otro resulta ser, por ejemplo, aquel joven empleado de banco que esta mañana, al dirigirse a él, le sonrió. O bien ese joven amigo mío con quien nos encontramos en una librería; Lorenzo estaba a mi lado, y se pusieron a hablar en francés ( el otro habla perfectamente esa lengua); estuvieron riendo, y acabaron por descubrir que tenían un conocido común. Se trata de un tal Luigi... ¿Cómo podré odiarle de esta manera? Ahora estoy bañado en sudor de los pies a la cabeza, las sábanas se han vuelto, sobre mi cuerpo, tan pesadas como si fueran de plomo, y la sangre me late en las sienes con violencia. No renunció sin embargo, a proseguir; una vez establecida la identidad de mi rival, debo llegar hasta el final de este juego. El otro (Luigi) hace un movimiento. Se levanta de la cama que ocupa (¡mi cama!), y a tientas, en la oscuridad, se acerca a Lorenzo ( que no sospechan nada, perdido en su sueño como un niño vencido por la fatiga). Luigi ha llegado junto a la cama, durante un momento no hace nada, permanece inmóvil, complaciéndose en escuchar la respiración del durmiente, velando sobre su sueño; y de repente, movido por repentino impulso, se arrodilla sobre el entarimado... Junto a la cama, de rodillas en el suelo, Luigi está ahora tendido hacia Lorenzo. Acerca su cara, en silen-

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cio, a la cara de Lorenzo; todo él se encuentra en ese gesto; y he aquí que sus labios rozan ahora los labios de Lorenzo. Los labios de Luigi están, pues, posados sobre los labios de él; y en este momento, esta simple palabra: EL, esta palabra atroz, ¡demente! crece, se transforma, se hincha desmesuradamente, llena la habitación y me aplasta... Yo sufro tanto, estoy tan prendido en mi propio juego, que me agito y lanzo un gemido de dolor. Así, pues, soy negado, soy excluido; una sola palabra existe: Lorenzo-Luigi. Luigi, quien con sus labios le despierta (¡al fin!) y Lorenzo, que le tiende los brazos, medio dormido, tiernamente; y que le abraza, y que... Entonces, con un aullido de angustia, me incorporo, e inmediatamente la horrible visión se desvanece. En la oscuridad de la estancia, su respiración se eleva apacible como antes. Otro cuarto de hora suena en mi reloj.

"A veces, por el contrario, mis celos se apoyan en bases más reales, incluso si las conclusiones a que acaban de llegar no son por ello menos extravagantes. Un ejemplo. Esta mañana nos encontramos con Pierino, que es de todos mis conocidos el que Lorenzo prefiere, a causa de la dulzura de su voz y de esa tristeza que siempre le acompaña. Pierino hace recaer la conversación en las últimas películas, y habla de los medios cinematográficos. Hemos llegado al fin a Benvenuto Nardi. Lorenzo aplaude; ¿ no fué Benvenuto Nardi la estrella de una famosa película de post-guerra, en la que hacía el papel de aquel chiquillo perdido en una gran ciudad, obligado, para vivir, a robar en las bolsas de provisiones de las mujeres que iban a la compra? El es, en efecto... Lorenzo confiesa entonces haber gustado la película y el joven actor, hasta el punto de haberlo convertido casi en un símbolo, de haber conservado siempre su recuerdo celosamente y haber deseado conocer a Nardi o poseer, al menos una fotografía suya. Nada más fácil, según Pierino: Nardi es gran amigo suyo y bastará con escribirle a Roma, donde está filmando en la actualidad. Esto es todo; dejamos a Pierino y volvemos a casa. Lorenzo, que no sospecha nada, no llega a comprender, ahora, lo que me ocurre: ahora que me ve estremecido, con las facciones alteradas, gritar de cólera y llorar, y arrojarme sobre el lecho, y negarme a oír razones; y así durante horas y horas ."

"Pero ahora -declaró Fabrizio Lupo prosiguiendo su relato-, debo especificar que había algo que, aún que las justificara sin duda, explicaba al menos mis pesadillas: la actitud de los otros,

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no aquellos que se consideran como los detentadores de la normalidad (es decir, los heterosexuales), sino realmente los otros... Todos saben que en toda las ciudades del mundo existe, más o menos abiertamente, una sociedad homosexual (el término de sociedad me repugna; no obstante me veo obligado a usarlo, ya que estoy hablando de algo concreto, real, y no sólo de un estado de espíritu, de una manera de ser...) Lo que, sin embargo, tal vez no sepan muchos, es el poder y la extensión de semejantes sociedades: quiero decir su exclusividad, la tiranía que de una manera o de otra acaban por ejercer en todos los dominios sobre quienes, aún en las formas más lejanas, entran en su categoría. Son corporaciones, verdaderas células, con sus costumbres, sus códigos, sus lugares de reunión, sus dignatarios; corporaciones cuyos miembros se consagra a determinadas profesiones con preferencia a otras, a aquellas que son más apropiadas a sus gustos, a sus ambiciones, a sus tradiciones, a su estado mental: actores, comediantes, anticuarios, decoradores, bailarines, toreros, sastres...; seres a los que la naturaleza ha dotado de una tendencia que lleva el sello de una belleza que es esencialmente minuciosa, efímera, melodiosa, espiritual en el sentido más ligero de la palabra; seres alternativamente consientes e inconscientes, representados siempre, sin embargo, por los más caracterizados de entre ellos; criaturas que, pese a su aversión por la mujer, son extremadamente afeminados, que se entregan a gestos propios de la mujer: gritos, contorsiones, cantos, monerías, juegos de palabras; que no saben crear, sino tan sólo refinar y luego destruir lo que han amenguado con su delicadeza; criaturas a quienes los heterosexuales desprecian (pero ellas se lo devuelven con creces); infortunados sobre los cuales siglos enteros de aversión y de persecuciones han obrado en profundidad, engendrado neurosis, sensibilidades paroxísticas, palideces repentinas, tics, temblores...; en una palabra, hombres-mujeres, que no constituyen el conjunto de los homosexuales, sino una pequeña parte de ellos, y que, sin embargo, los representan a todos a los ojos de la opinión; aún aquellos a los que el hombre de la calle alude cuando pronuncia desdeñosamente esa palabra tan horrible en su boca: pederasta; y que, sin embargo, en su mayor parte, no son culpables, ni tampoco despreciables; a los que se debe tan sólo compadecer, como víctimas que son, ya lo he dicho, de un pasado de persecuciones y de equívocos. Y sin embargo (a esto precisamente quería venir), ¡que terror no son capaces de

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suscitar esos dignatarios, esos representantes, en el alma de un muchacho de catorce o dieciséis años, cuando descubre de pronto que es su compañero de clase, y no su compañera, quien le inquieta! Un terror que nadie podrá imaginar jamás: es preciso haberlo sentido hasta el fondo para conocer sus formas y sus consecuencias. "Entonces, ¿quiere decir que yo soy como el anticuario X, como el actor Z?"; tal es la pregunta que se hace con horror el adolescente a quien la mirada de un muchacho que ha pasado por su lado casualmente ha dejado una emoción persistente y tierna... Y este terror es el que acaba con frecuencia por sumir al jovencito en esa neurosis que le convierte en fácil objeto de conquista, del mismo modo que el pájaro se encuentra empujado hacia las fauces de la serpiente por el horror mismo que experimenta. Todas estas consideraciones podrán parecerte más o menos literarias; pero te aseguro que no hay nada de eso. Detén en la calle al primer joven homosexual que encuentres, provoca sus confidencias, déjale que te cuente; entonces escucharás una larga historia de vigilias, de lágrimas nocturnas, de momentos de valentía, de abandonos, de miedo, ¡sobre todo de miedo, ya verás! "El miedo es el que me ha hecho ser lo que soy", he aquí lo que te dirán. Porque esos adolescentes roídos por la angustia olvidan que el camino que Epaminondas, que César, que Virgilio, que Miguel Ángel, que Shakespeare...que innumerables ejemplos de todos los siglos han conocido sus mismas emociones, sus deseos... No ven sino al anticuario Fulano, que pasa moviendo las caderas por las terrazas de los cafés y trata de conquistar a los militares que están de paso.

"Pero este largo preámbulo me conduce a una conclusión bastante breve: no menos que cualquiera otra comunidad minoritaria, la de los homosexuales (de esos homosexuales de que hablo) no toleran de ordinario que se escape a la ley común... Ley que se resume en tres palabras: ausencia de amor. Es absurdo, es paradójico; y sin embargo, esas gentes que no hablan, ni piensan, ni viven más que de amor, esas gentes continuamente ocupadas en busca del amor, que no toleran otros libros que los que hablan de amor, que tiñen de amor todo los actos del día y de la noche; ¡pues bien!, esas gentes son los negadores del amor, del verdadero amor, más que nadie en el mundo, y no se alimentan más que de insípidas e irrisorias compensaciones. Esas gentes, que desde hace siglos son perseguidas por una causa de

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amor, han hecho del amor una mercancía que va de los palacios a los urinarios, de los cuarteles a las iglesias. El desconocido a quien se encuentra por casualidad, o el joven obrero parado hambriento, o el ingenuo en busca de una nueva sensación: he aquí los seres a quienes se dirige el amor de esas gentes; y que no son ya, una vez utilizados, sino un objeto de trueque. "Estoy cansado de Dado, te lo dejó; ¿me dejas tú a Gustavo?" Tales son las frases de muchos de ésos, que, frente al mundo, se arrogan el derecho de representar lo que somos. Pero, ¿sientes la impresión de que haya odio en lo que acabó de decir? No; en mis palabras encontrarás más bien compasión. Su miserable amor, que es la negación trágica del amor, su amor neurótico, apresurado, alucinado... no puede suscitar en mí más que la conmiseración: porque es un amor que muere al amanecer. Hemos mezclado nuestras respiraciones, nos hemos confiado el uno al otro como los hijos de una misma madre, y con las manos cogidas nos hemos dormido hasta que es de día; pero llega el alba, y todos cesa. Queda una toalla sucia, un recuerdo vago, tal vez un nombre y un perfume: nada más. Esta fatalidad es la que debe preservarnos del odio: nosotros no podemos hacer otra cosa que compadecer a los que nos representan.

"Indudablemente, tenemos derecho a defendernos de sus ataques, los cuales no dejan jamás de manifestarse, a la vez que su bellaquería, contra los que se aman como dos criaturas humanas: es decir, que se aman de amor."

"Aunque yo no hubiese frecuentado sino de pasada y a la ligera los medios que cabo de describirte, y que por otra parte mi timidez natural y algunas afirmaciones imprudentes me hubiesen valido su antipatía desafiante, la llegada de Lorenzo y su constante presencia mi lado estuvieron lejos de pasar inadvertidas. Hasta el punto de que, como un día me encontrase en la calle con alguien que yo sabía que era un habitual de ciertos salones, me di cuenta por diferentes signos de que deseaba ardientemente ser presentado a mi amigo. Quise eludir la presentación, pero no puede lograrlo. Después de haber cambiado unas palabras, nos separamos; pasaron dos días, y también por casualidad, me encontré de nuevo con el mismo personaje. "Quería decirle a usted algo -me susurró con una sonrisa en la que la vacilación y luchaba con el equívoco- acerca del joven que anteayer tuvo

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usted la gentileza de presentarme. ¿Podría usted -¡cuando juzgue poder prescindir de su presencia, se entiende!-entregarle mi tarjeta y hacerle saber...? La bofetada que le di en plena cara le impidió continuar.

"Al día siguiente, con la mochila en espalda, Lorenzo y yo partimos para La isla."

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