Nota de lectura: Todas las marcas en color [n] indican la página original del texto que transcribo, a manera de referencia.

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Fabrizio Lupo se pasó la mano por la frente y me dijo:

"Estoy fatigado. Desde hace dos días, no sé por qué, estoy fatigado . . . Sin embargo, durante largos años me he jactado de ignorar la fatiga.   Es una especie de somnolencia."

Encendió un cigarrillo y dió unas chupadas en silencio. "Para ir a la isla teníamos que pasar por Liorna.   Era domingo, y en las calles no había nadie.   Yo le había descrito a Lorenzo la ciudad como un centro fronterizo, desbordante de vida frenética en el que todo estaba permitido; pero nos encontramos con una especie de pueblo grande adormecido.   Subiendo hasta Montenero, nos instalamos en una pensión que tenía una terraza que daba al mar.   Estábamos tristes uno y otro.   Lorenzo apreció muy poco el santuario; ni siquiera los ex votos que a mí me gustaban tanto.   Finalmente, bajamos a la ciudad por la tarde, cuando la gente había salido de sus casas.   Los ojos de los liornenses son verdes; sólo los liornenses tienen unos ojos semejantes.   Una joven pintarrajeada en exceso nos abordó delante del Ardenza, y Lorenzo charló largo rato con ella, en su italiano aproximado.   La dejamos, y subimos de nuevo a Montenero.   En el camino de vuelta, Lorenzo habló vagamente de su pasado, en especial de sus amigos y de sus amigas.   Esto no hizo sino aumentar mi tristeza: creo que podía estar celoso de aquel pasado sobre todo, irremediablemente pasado sin mí.   A la mañana siguiente tuvimos que levantarnos a las cinco para ir a la estación.   En el tren, Lorenzo se sentó en un rincón y cantó largo rato, con toda su voz.   Llegamos a la isla aquella misma tarde, y nos fué bastante difícil encontrar un buen lugar en el que instalar nuestra tienda.   Al fin lo encontramos a algunos pasos del mar, entre un alto cañaveral por un lado, y los olivos y las viñas por el otro.   La luna había salido ya.   Encendimos un fuego sobre el cual yo cocí unos huevos.   A cada estrella fugaz, yo le pedía a Lorenzo que expresase un deseo.   El me obedecía, pero no quería revelarme después lo que había pensado . . .   Al día siguiente conocimos a un hombre hirsuto y salvaje, pastor de cabras y hombre de confianza a la vez de una señora americana que reinaba en el lugar.    Permane-

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ció largo rato plantado delante de nuestra tienda, de pie, sin decir una palabra, mirándonos.   Si yo le ofrecía un cigarrillo, lo cogía delicadamente con el pulgar y el índice y lo dejaba caer en un enorme bolsillo.    Jamás le vi fumar.    Así pasaron los días.    Pero me siento fatigado, perdóname, realmente demasiado fatigado ... "

Fabrizio Lupo se pasó de nuevo la mano por la frente y bostezó.    Era cerca del mediodía.   Durante un momento, ni el ni yo hablamos;  al fin, sonaron las sirenas y estalló el cañonazo de la ciudad hacia el cielo.

"Hazme preguntas - dijo Fabrizio, sin mirarme -.    El periodo de que acabo de hablarte es muy importante: pero estoy demasiado fatigado ahora para continuar con el relato. . . "

Entonces conocí un nuevo aspecto de su sufrimiento.

A mí también me costaba trabajo hablar.    Sin embargo, hice algunas tentativas.    "¿Permanecistes allí mucho tiempo?", pregunté.

"Quince días", respondió Fabrizio Lupo.

"¿Solos?"

Vi que hacía un esfuerzo sobre sí mismo.

"Hicimos amistad con el hijo de la americana.    O más bien fué Lorenzo quien entabló esa relación amistosa con él.   Se llamaba David y tenía once años.    Sus ojos eran azules y su piel estaba curtida por la sal y el sol.    Vagabundeaba por la isla, seguido de la nieta de una criada de su madre, que era en cierto modo su esclava.    La niña, que se llamaba Vittoria, era muy delgada, con una cabellera enmarañada y una boca grande en la que faltaban dos dientes.    Acompañaba a David en sus caminatas, y yo creo que le encantaba dejarse maltratar sin decir una palabra.    David se apegó a Lorenzo, a quien seguía como su sombra; y ni aun de noche podíamos separarnos de él, ni de Vittoria, se entiende.    Se bañaban juntos, él y Lorenzo, corrían por la playa como unos demonios y se llamaban tan fuerte que toda la bahía resonaba con sus gritos; en tanto que yo,  sentado sobre una roca, dibujaba o escribía en un cuaderno.    Las notas que tomé en esos días las encontrarás en el texto de la novela de que te he hablado. . .   En el centro de la isla, en lo más alto de

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un pico rocoso, se encontraba un castillo del color de la roca.    Nuestra zona estaba casi deshabitada; sólo había algunos pastores, algunas cabras, algunos pescadores y dos o tres familias de pastores.    De noche, el mar se hinchaba en torno, y se oía entonces como un canto.    Lorenzo se quitó su ropa la noche que llegamos y no se la volvió a poner hasta el día de nuestra partida.   Sólo se quedó con un short azul desteñido y un viejo sombrero de paja.    Le creció la barba, y su cuerpo adquirió el color cálido de las rocas.    Tenía los labios pálidos, y se veían brillar sus dientes blancos en medio de sus continuas voces y carcajadas.    Se volvió impetuoso, agitado, jugaba con David y le atormentaba sin cesar.    Se ponían juntos a cazar lagartos, y luego se arrojaban agua el uno al otro, aullando hasta quedarse sin aliento.    Al salir del agua, venían a resoplar a mi lado como perrillos, y yo los miraba sin decir nada.    Eran hermosos, con una belleza tan simple que a mí me parecía una evocación.    Me gustaba que Lorenzo me cubriese con su sombra; él lo sabía y me daba algunas bromas por mi afición a esos juegos delicados.    Incluso se volvió un tanto perverso; esto se debía, según creo, aparte del ardor del sol, a la presencia de David, por el cual se sabía vigilado.    Pero de noche, cuando al fin nos encontrábamos solos bajo la tienda, se volvía tierno, y una vez le sorprendí llorando.    Lloraba por la adolescencia que se alejaba de él.    "Siento  -me decía- que me estoy haciendo un hombre."    Yo también lo veía.    Las palmas de sus manos eran pálidas, semejantes a sus labios recocidos.    Jamás le había visto tan totalmente: yo estaba abrumado y consolado, era otro aquél a quien tenía a mi lado.    Y hasta mi amor se transformaba; ahora, junto a él me sentía desarmado, y no era ya su boca la que yo miraba, sino sus manos curtidas y fuertes, su cuello, su torso vigoroso . . . Por juego, surgía de pronto de entre las cañas, gritando.    Yo le cocinaba, y le arrojaba el agua violentamente cuando quería lavarse.    Así llegamos a los últimos días de agosto."

Fabrizio se interrumpió y encendió otro cigarrillo.

Aquél día le invité a almorzar conmigo.    Levantó hacia mí los ojos, con una mirada vacilante.   "Yo no quisiera ir a un restaurante -me confesó-.    No puedo, yo ..."    No terminó su frase.

"Podemos comer aquí cualquier cosa  -propuse yo-.    A veces tomo aquí un bocado, sobre todo si tengo mucho quehacer."

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Comimos, pues, y mientras estábamos sentados a la mesa comenzó a llover.   Yo le había hecho a Fabrizio algunas preguntas sobre su trabajo, a las que  él me contestó vagamente.   Me sentía dominado por una  extraña timidez, y esto hasta tal punto que me irritó.   Tenía la impresión de que mi invitado no quería hacer nada para romper la tensión; entonces, me callé, y durante un rato solo oímos el ruido de la lluvia sobre los  vidrios.   Era domingo, y aquella mañana habían estado sonando las campanas durante mucho tiempo.

Después Fabrizio levantó la cabeza, y me dijo mirándome atentamente: "¿Sabes que esta mañana he ido a  misa?   Fuí, antes de venir aquí,  a una iglesia que está en tu calle.   ¿Te extraña?"

"No veo en ello nada extraordinario.    Si algo me asombra, es tu pregunta".

"Sin embargo, sabes lo que soy.   Conoces, sin embargo, hasta cierto punto mi historia. . . "

"En efecto".

"Y sin embargo, no te asombra,"   Fabrizio apartó su mirada.       

"Creo en fin que éste es el motivo por el que me atreví a venir a tu casa:   sabía que tú, tú al menos, no te asombrarías".

"He leído ya no sé dónde que un hombre no debe ser juzgado por aquello que ama -dije lentamente-, sino por la manera cómo  ama."

"¿Sabes, entonces, cómo he amado yo?"   Y Fabrizio me miraba de nuevo fijamente, con los labios entreabiertos.

"Creo que sí.   Yo ya tengo mi idea sobre Fabrizio Lupo y sobre su amor."

Se levantó y se dirigió a la ventana.   "Bello título para una novela -murmuró-:   Fabrizio Lupo . . . Pero ¿crees que el público aceptaría una novela de ese género?"

"Eso depende del sentido que le des al verbo aceptar."

"Quiero decir:   comprender.   Comprender en el sentido de admitir."

"Sí, es posible", contesté tras un breve silencio.

"¿Quieres decir que tendrías el valor de escribir Fabrizio Lupo  ?" 2

"Tu pregunta es precisa, Fabrizio; es demasiado precisa.   Pero como quiera que sea, creo poder contestar afirmativamente."

Hubo una pausa.

"¿Y sin temer el escándalo?"2, siguió diciendo Fabrizio, mirándome.

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Yo me levanté también.   "Yo creo que no hay en tu historia nada que pueda provocar el escándalo", repliqué con una voz que trataba de hacer firme.

"No,   Pero existe toda una opinión pública, fuerte y organizada, dirigida por sacerdotes y magistrados y políticos y madres de familia y publicistas y moralistas ...   Esta opinión pública rechazaría tu libro."

"Estoy de acuerdo contigo hasta cierto punto.   Sin embargo, creo que al escribir la historia de Fabrizio Lupo  no suscitaría más escándalo que el que hubiera podido provocar quien escribió la historia de Pablo y Virginia.   Estoy seguro de que el amor no puede suscitar escándalo."

"Equivocadamente o no -declaró Fabrizio, después de un momento de silencio-, se te considera, a tí también, como un artista de espíritu cristiano.   ¿Qué dirían tus lectores, tus amigos sacerdotes, la prensa católica, todos aquellos, en una palabra, que ven en tí a uno de sus mensajeros?"

Había una gran tristeza en estas palabras.    Yo estaba pálido, y lo sabía.   "Cuando se compromete uno en favor de una causa -dije lentamente y en voz baja-, nada debe atemorizarnos, ¿no es cierto?"

"Es cierto.   Pero tú, ¿crees en mi causa?"

"En la causa del amor si.   Y  hasta este momento no has hecho otra cosa que hablar de amor.   Si yo escribiera un día una novela partiendo de tu relato, quisiera que quedara esto bien claro:   se trata del amor de Fabrizio Lupo.   Y no creo que se puedan establecer jerarquías en el amor."

"Pero ten en cuenta que Fabrizio Lupo es un invertido . . ."

Yo me eché a reír.   "Fabrizio Lupo -dije- tiene el pelo castaño, y yo también tengo el pelo castaño:   ¿es nuestra la culpa, si tenemos el pelo castaño?   Se cree cada vez menos en ciertas fórmulas:   ¿quíen podría demostrar que únicamente tienen razón los rubios?"

"Pero la iglesia ..."

"Si la iglesia -repliqué con energía- es realmente la mmadre de los hombres, no puede desconocer al hombre.   Tú eres un hombre.   Y ella no puede desconocer el amor; porque allí donde está el amor verdadero, allí está Cristo.   Si yo escribiera esa novela sobre Fabrizio Lupo, sobre su amor, no tendría miedo de la iglesia.   Por el contrario, enviaría mi libro a los teólogos, a los moralistas, a los publicistas de la Iglesia, y les diría:   << Estáis en el 

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deber de contestar.   No podéis -les diría-  condenar a un hombre que ama según su naturaleza, dentro del orden y la pureza.   Si lo hacéis, obligaréis a ese hombre a asociarse con otros hombres, y a invocar la venida de un Cristo, que sería el suyo.   Vuestro Cristo no les atañería más, perdería todo derecho sobre su alma >>.    He aquí lo que yo diría a los dignatarios de la Iglesia; y cre que solo el oportunismo más reprensible podría autorizarlos a no contestarme.   Yo guardaría , sin embargo,  fe en su respuesta; porque, a pesar de todo, creo en la iglesia."

Mi voz se había elevado hacia el final;   Fabrizio se había vuelto de espaldas a la ventana y me miraba fijamente.   "Pero  ¿qué respuesta -dijo sin apartar su mirada de la mía- ha dado la Iglesia a las preguntas que mis semejantes le dirigen desde hace siglos?"

A esto, no supe que decir.

"El orden3 -dijo Fabrizio Lupo después de una largaa pausa-, los que son como  yo deben irlo haciendo por sus propios medios, por etapas, a través de dificultades inimaginables, día tras día, y sin poder recurrir a una tradición4, a una literatura, a un código, a un pasado.   He aquí algo en lo que debería pensar el que arroja la piedra al empleadillo que seduce militares por detrás de los jardines del cuartel...   Se les reprocha a muchos hombres como yo el no ser fieles a un amor único, el pasar de una aventura a otra, y yo mismo me he dejado llevar  y he pronunciado palabras bastante ásperas.   Pero a los que arrojan las piedras, a los que desprecian, a los que se burlan, ¿se les ha ocurrido alguna vez pensar que para gentes como  nosotros no existe al comienzo ningún orden formal  que nos asista, que nos salvaguarde, un orden, quiero decir, tal como matrimonio, asentimiento público, tutela jurídica y moral?   ¿Se les ha ocurrido pensar, a esos que arrojan piedras, que para nosotros no existen precedentes válidos, ya uqe los únicos ejemplos son o demasiado elevados y desconocidos para que pueda invocárselos   (de Platón a Leonardo de Vinci, y la tradición de Grecia, ya tan lejana... ), o demasiado viles para que se recurra a ellos impunemente?   Esta ausencia total de socorros exteriores hace de cada uno de nosotros un anarquista de después del diluvio; todo debe ser reconstruído, si se es capaz de reconstruir; es un imperativo cuya trágica urgencia experimenté yo mismo  (que puedo, sin embargo, llamarme privilegiado) un día.   He sentido que el desierto se

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extendía hasta las relaciones más íntimas;  a los sentimientos, a las formas que debe imponerse a la pasión, a sus límites ...   Todo muchacho de veinte años que aborda a una muchacha sabe, con mayor o menor precisión, cómo se debe proceder en tal circunstancia; lo sabe incluso si es la primera vez que se acerca a ella, pues ha leído, ha oído, ha visto, ha observado todos los días de su vida.    Por el contrario, nosotros no sabemos nada en absoluto.   No solo debemos buscar el amor a través de dificultades de toda especie:  prohibiciones, temores, angustias; pero asimismo decidir acerca de la forma de ese amor, construírlo e intentar después insertarlo en un orden.   Es el más duro, el más doloroso de los fines.   Un camino hecho de lágrimas y de compromisos y de renunciaciones; hecho sobre todo, de silencio y de espera.   He aquí por qué una vez más te he hablado de la iglesia.   ¡Ah!  ¡Cuántas veces, desde que sé que soy como soy, he hecho a mí mismo y a otros esta pregunta:  ¿qué espera la iglesia, madre universal, para socorrernos, para protegernos?   Pregunta que, hasta ahora, ha quedado sin respuesta, del mismo modo que lanza Alberto Ortognati en tu novela El cielo y la tierra.   ¿Qué respondería mañana esa iglesia madre de los hombres a un hombre como Fabrizio Lupo?   Porque Fabrizio Lupo, lo mismo que Alberto Ortognati, lo mismo que el empleadillo que seduce militares en la esquina de un cuartel, lo mismo que el adolescente que no sabe contener su turbación cuando se encuentra en la escalera con el hijo del vecino, lo mismo que esos hombres y mujeres innumerables que se ocultan o se exhiben, que pecan o que viven de acuerdo con la ley...  Fabrizio Lupo, en suma, posee un alma.   ¿Se ha dirigido hasta hoy día la iglesia a esa alma?   Nosotros también tenemos derecho a una palabra."

Me limité a asentir.   Había sin embargo, dentro de mí una incertidumbre que preferí callarle.}  "Y por mi parte, he aguardado siempre con esperanza -añadió Fabrizio Lupo tras una pausa-;  y no he cesado, a pesar de los abandonos y los silencios, de aguardar con esperanza esa palabra.   Porque yo sé esto: que había abandonado mi pasado, sin discutir, y le había seguido.   Había renunciado por él a mi padre y a mi madre; a la opinión ajena y a numerosos recuerdos; a ese secreto de soledad que nos liga a Dios, y al que se puede recurrir en los momentos de dolor.   Pasaron los días, hicimos un breve viaje a Asís, volvimos a Florencia después de una

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vuelta por el Casentino, y se aproximó la fecha en que Lorenzo había fijado  para volver a París.   A esos días corresponde una carta que yo le escribí desde Siena, a donde tuve que ir a organizar una exposición.   Aquí la tienes; así podrás unirla a las demás."

Leí la carta que me tendía.

Siena, 12 de septiembre.

Mio caro ragazzo,  solo en esta habitación de hotel, mido toda la tristeza de estar lejos de ti.   De ti, que has sido la ley para mi que buscaba una ley aquí sobre la tierra; que eres el orden de una posibilidad de nobleza.   Cuarenta días han transcurrido desde tu llegada a Italia; no puedo hacer sino repetirte las palabras que siempre te he dirigido:   "No me dejes, te necesito"   Es mi alma la que te necesita.   He ido al Domo, y he rezado a fin de ser digno de ti:   ¡Dios sabe que tú eres mi posibilidad de salvación!   La Iglesia estaba desierta.   Pasó por allí un sacerdote muy anciano, envuelto el cuello en un pañuelo de seda negro, a  pesar del calor sofocante del mediodía;  ¿qué sucedería  (me pregunté)  si le detuviera para decirle:   "Padre, tengo que contaros una historia, la historia de mi amor ?"   ¿Se habría escandalizado, me habría arrojado de la iglesia agitando su lúgubre pañuelo, si yo le hubiese dicho:  "Ya ve usted, padre, yo rezo a Dios para cumplir bien  lo que usted podría considerar como el más atroz de los pecados ?"   Así me interrogaba, dejando que el tiempo transcurriera en la iglesia bella  y silenciosa.   Pero oye, Lorenzo,  ¿qué importa, después de todo, si los demás no están dispuestos a comprendernos?   No debemos tener miedo, no debemos despreciarnos a nosotros mismos; tenemos que persistir, serenos y decididos, en esa fidelidad a nuestro corazón.   Si te repito una vez más estas palabras, es porque ayer me impresionó una de tus frases.   Hablábamos de Matilde Dani, y tú dijiste:   "No está de más que vaya a pasearme con ella y que la lleve un tanto apretada contra mí;  así habrá varios que nos vean."   ¡Ah, Lorenzo!   Yo no creo que se pueda soportar el ser estimado por lo que no se es; a mí entender, es preferible el desprecio a una estimación semejante.   Pronte te irás; estaremos separados durante algunos días, y a fines de mes iré a reunirme contigo en París.   Aliéntame en mi esperanza, Lorenzo.   Ayúdame como siempre a vencer la confusión y el desorden.

 


1     A tal respecto véase sobre todo, en la "novela" de Fabrizio Lupo, los párrafos 49 y siguientes.

2    Nota personal de Marco: Recuérdese que este texto fué escrito en 1952 originalmente en francés y que se publica en español al año siguiente, 1953.

3    Nota personal de Marco: Una de las tesis que sustenta esta novela es la necesidad de orden que mueve a todo  homosexual.

4    Nota personal de Marco: En este sentido Coccioli olvida tramposamente los trabajos que ya para su época habían  publicado una serie de brillantes helenistas como Winkelman, George Gordon Byron, el Marqués de Custine, Havellock Ellis,  
Horatio Brown, Edward Carpenter y John Addington Symonds. Hay que agregar la obra de
Cocteau, Diaghilev y Peyreffite. Se le olvida a Coccioli también los trabajos, difundidos ya para su tiempo, de Magnus Hierschfield y su "Comité Científico Humanitario" y pasa por alto que, efectivamente, existe una tradición cultural que nos pertenece y ha estado siempre, que efectivamente poseemos un código, una literatura y un gran pasado cultural gracias al cual, surge esta página que estás leyendo hoy. Para una mínima bibliografía te remito a la siguiente.   A lo largo de la novela debe distinguirse entre la disertación moralina del autor y la amplia realidad cultural homosexual consciente ya en el momento de escribirse esta novela.


 

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Enlace que te recomiendo totalmente en ESPAÑOL:

Un breve resumen de Elementos de Cultura Homosexual.


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