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Medidas alternativas o complementarias.

En general se entiende por medidas alternativas a todas aquellas que tienden a suplantar los institutos y mecanismo de represión del delito habitualmente utilizados. 

Dos son los factores fundamentales que me hacen inclinar por medidas alternativas para la resolución de conflictos. Estas son:

  1. Re-personalizar el conflicto, volviendo a ubicar a la víctima y al victimario en su necesidad de rescatar el hecho que los tuvo como actores. Esto es particularmente importante en el caso de la víctima que ha sido gradualmente desapoderada por el Estado del conflicto, quedando en la intemperie al centrarse el foco de atención del derecho penal en el delincuente (ver el protagonismo del delincuente y el olvido de la víctima en el sistema penal).
  2. La crisis del sistema carcelario. Esta crisis es fácilmente visible en la falacia de la resocialización y del tratamiento carcelario tal cual como hoy en día es concebido (ver victimización carcelaria).

Como ya dije con anterioridad, mediante las medidas alternativas se pretende revertir el desapoderamiento del conflicto que el Estado impone a las víctimas de los delitos. No se trata de volver al esquema de la justicia privada o por mano propia, como la mayoría de los detractores de estas medidas suelen manifestar.

 

Ya hemos visto con anterioridad como la víctima es Este desapoderamiento fue produciéndose gradualmente y hasta el positivismo criminológico (específicamente Ferri) sostenía que la reparación debía formar parte de la pena, a punto que, en un principio, ésta era perseguida por el Estado.
Posteriormente, la Escuela Clásica, esencialmente retribucionista forjó el  paradigma imperante en la actualidad respecto de la función de la pena: la retribución y la disuasión que podríamos sintetizar en la frase ¡A mayor severidad, mayor disuasión!. Como resultado de ello las respuestas son cada vez mas intensas y, paralelamente, más aislada queda la víctima del derecho penal pues no forma parte de su objeto central, el cual es la punición al culpable, restablecer el orden, dejar incólume a la ley penal conculcada por el hecho que produjo el infractor. Lo que ofende el orden público y margina la ley penal debe ser investigado cualquiera que sea la significación y el costo social y económico que implique.
El sistema parece pensado para que la regulación y reproducción del conflicto se propague y continúe.

Los terapeutas, médicos psiquiatras y psicólogos, saben que la esencia de un tratamiento está en la voluntariedad, en estar de acuerdo con prestase a él. De otro modo implica irrumpir violentamente sobre la privacidad, que es un elemental derecho individual.

En síntesis: las ideas y actitudes neorretribucionistas que sugieren mayor represión penal merecerán el aplauso de un público cautivo que teme por su seguridad inmediata y sus miedos difusos que puede conducir a la obcecada necesidad de ser cada cual su propio vengador privado. Entretanto, lo que no se debería ignorar es que la readaptación social o resocialización y el tratamiento carcelario son palabras enmascaradas, que se pronuncian desde la atalaya de cúpulas políticas o científicas que sólo han logrado para legitimar a la pena de prisión y al edificio que la alberga y regular el conflicto para reproducirlo.

 

Pero ese desapoderamiento no se vio, como era lógico, compensado con una mayor responsabilidad del Estado. Se trata justamente de aceptar en la prevención del delito la corresponsabilidad, al menos culposa, del Estado.

Por eso no se trata de dejar de lado la prevención, sino de asirla en su cabal y amplia complejidad científica y técnica, centrándola en los problemas sociales que embargan al hombre de hoy.

 

 

En la denominada prevención terciaria arribar a las medidas alternativas y sustitutivas de la prisión clásica, dentro de las que se debe implementar los modelos consensuales de justicia penal que atiendan fundamentalmente a la víctima.

 

 

 

 

 

Es durante la Edad Media que emerge y se explaya el sentimiento vindicativo y de expiación frente al delito, en especial por las hegemonías religiosas. Se sitúa por lo  general en los dos últimos decenios del siglo XVIII, el momento político y social en que el Estado se apropia de los conflictos.

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