Difícil tarea me incumbe abordar al intentar ser metodológicamente
organizado con la desorganización. Y cuando habo de desorganización, me estoy
refiriendo al actual sistema de justicia, o bien al desarrollo del proceso penal
en concreto.
He de referirme aquí a algunas de las tantas deficiencias. alguna
materiales, otras funcionales, inherentes y derivadas del sistema; las cuales de
una u otra manera inevitablemente victimizan a los actores directos e indirectos
del drama penal.
A fin de lograr el objetivo apuntado en el párrafo anterior, intentaré
basarme primordialmente en la experiencia recogida en mis pocos aunque
fructíferos años como empleado del Poder Judicial de la Nación, experiencias
tan loables, o mejor dicho complementarias, de cualquier tipo de conocimiento
teórico al respecto. En tal sentido, dice el proverbio latino, "nulla
sapientia sine experientia",
Falencias materiales y sus proyecciones victimizantes.
No es novedosa la carencia de recursos económicos que el Poder Judicial de
la Nación, entre otras tantas áreas de relevancia vital para la satisfacción
de necesidades básica -la justicia lo es- que la población, padece. Sea por
escasez de fondos o por falta de una apta administración de lo provenientes del
presupuesto nacional, lo cierto es que las consecuencias resultan inevitables y
saltan a la vista aun para el más distraído de los observadores.
Las oficinas que componen cada una de las Secretarías de los Juzgados
Penales de esta Capital Federal resultan pequeños y ruidosos depósitos de
abundante polvillo, no apta para personas hiperalérgicas, en donde conviven los
hacinados empleados con una ingente cantidad de papeles, causas bien y mal
archivadas, ropa ya pasada de moda, documentación que jamás será recuperada,
dinero que perderá vigencia con el transcurso del tiempo, drogas que cada vez
emanan más olor, armas de todo tipo, televisores a los que cada cuatro años se
les saca el polvillo para ver los mundiales de fútbol, efectos incautados en
allanamientos y una interminable lista de objetos, más extraños y
"olvidados".
Esta desordenada situación constituye un atentado cotidiano al espacio vital
del que toda persona debe gozar y en este sentido, a cada uno de los empleados
de los diversos juzgados, verdaderos "jueces enanos" -como nos
calificaba humorísticamente un profesor de la Universidad de Buenos Aires, le
repercute sobremanera en su colosal tarea diaria.
Todavía recuerdo sendas visitas de estudiantes de derecho norteamericanos y
europeos por los tribunales de esta ciudad, observándonos con una mezcla de
compasión y sorpresa tal que me hicieron dudar si el objetivo jurídico de su
visita no encubría o disimulaba en realidad un fin antropológico.
Con esta situación de carencia y asfixia espacial los jueces, funcionario y
empleados del Poder Judicial, mal acostumbrados a ello, debemos encarar día a
día nuestra diaria labor, no sorprendiéndonos ya cuando en el año 1996 hubo
una prolongada escasez de hojas membretadas; o bien cuando muchos empleados
llevan sus computadoras personales al trabajo por falta de máquinas para todos
ellos; o bien ante la existencia de numerosa cantidad de meritorios (1)
-empleados "ad honorem". a los que si bien no se les paga, se
les exige, en muchos casos, aún ,más que a cualquier otro empleado la
realización de las tareas más diversas, no gozando, en contra de la
legislación vigente actual, de ningún beneficio laboral; o en su caso ante las
interminables jornadas laborales que exceden sobremanera el horario exigible,
sin el pago de horas extras; o yendo aún más lejos en esta incompleta lista de
carencias primermundistas, la falta de escritorios o espacios físicos concretos
para algunos de los empleados, sobre todo para los pseudo empleados, es decir
loas meritorios, lo que trae aparejado un deambular fantasmagórico de muchos de
ellos.
Este panorama no demasiado optimista , sumado a la descomunal y, lo que es
peor, creciente cantidad de trabajo, arrincona en una inevitable encrucijada
tanto a los jueces, funcionarios y empleados judiciales como así también a los
actores directos del drama penal, víctima y victimario, de tal forma que todos,
más allá del sitial que ocupen, revisten una categoría común: son
"víctimas colectivas del sistema penal" (según la tipología de
Neuman), característica a la que le añadiría la calidad de consentidoras en
mayor o menor grado.
El sistema de justicia escritural y sus personajes.
El perverso panorama, en grande rasgos ante expuesto, victimiza. Lo que sigue
intenta mostrar el perfil de personalidad genérico de los principales actores
del sistema penal y sus derivaciones victimizantes.
Los jueces, ubicados en la pirámide de la escala jerárquica, resultan
ser, en la mayoría de los casos, cansados caminantes de un sinuoso y
empedrado camino, en el que han padecido tantos accidentes, desventuras y
constantes desilusiones que agradecen desde su bien ganado y cómodo
sillón, haber llegado enteros (o casi enteros) a la meta. Es lógico que el
camino los ha ya endurecido de tal manera que su capacidad de asombro rara
vez conmueve y su escepticismo es tal que guardan pocas ilusiones o lo que
es peor, ni siquiera imaginan cambios que tiendan a mejorar el actual
sistema de justicia.
Los expuesto no resulta una descripción crítica hacia la actitud de los
magistrados, sino todo lo contrario, una comprensiva y considerada
descripción de la realidad de un sistema que lleva en la gran mayoría de
los casos a los inevitables "resultados de actitud" narrados, una
ineludible "cadena de opacidad".
"No pidamos demasiado del hombre, pues este no es ni absolutamente
libre, ni absolutamente predeterminado; su libertad interior se encuentra
siempre limitada por las circunstancias del exterior. Hay que ser
considerados", enseñada haya ya más de setecientos años Ibn-Hamdim,
El Coturbi (Averroes, n. 1126 - f. 1198).
De mirada apagada y rostro adusto, este "especie" aprendió a
convivir con la decadencia constante de tal manera que ella se convirtió en
un cotidiano método de trabajo. De ahí que en la generalidad de los casos
se tienda más que a impartir justicia a acomodarse lo mejor posible en el
tambaleante iceberg que flota en los mares de los ideales olvidados.
Los funcionarios judiciales, léase secretarios y prosecretarios, ocupan
un lugar intermedio en la evolución burocratizante, ni tan utópicos como
los demás empleados, ni tan desilusionados como los jueces, ocupan un sitio
clave en el sistema de justicia y es sobre sus hombros que pesa, en la
generalidad de los casos, la estrategia de trabajo a emprender, calificativo
bélico de acertada aplicación.
Deben asumir frecuentemente la realización de tareas que por ley sólo le
deberían corresponder al juez (redacción de sentencias, toma de
declaraciones indagatorias, etc.), soportando las consecuencias de las
mismas aunque nunca disfrutando de los beneficios.
Responsables de dar la cara en segunda instancia (luego de los empleados de
menor jerarquía de mesa de entradas), deben responder por magistrados casi
siempre ausentes que, sin embargo, no sabrán perdonar el más pequeños de
sus errores.
Los demás empleados de jerarquía menor -entre los que me incluyo-
todavía guardan esa veta de esperanza de cambio propia de la edad, aún sin
poseer demasiados fundamentos fácticos para creer en él.
Relegando gran cantidad de horas de otras actividades tan necesarias como el
diario trabajo, asisten día a día a tal cantidad de labores que el
finalizar la jornada les queda la amarga sensación de "haber hecho
mucho pero no haber hecho nada". El problema radica en que lo
suficiente resulta de imposible cumplimiento para una sola persona y lo que
es peor, bajo la frustración que genera lo imposible, se subsume la
problemática de los actores directos del drama penal que en silencio
esperan.
Alienados por el volumen de trabajo, concurren diariamente cuando asoma el
sol, retirándose de las oficinas cuando ya casi se está escondiendo,
tratando de sostener a duras penas un sistema que desborda por donde se lo
mire. Desborde que se halla potenciado ante la carencia de ideas y, lo que
resulta más decisivo aún, ante la falta de una decisión política firme
en tal sentido.
Todas estas víctimas, a las que podríamos calificad de víctimas
laborales, con sus rasgos particulares ya esbozados, poseen sin embargo
características comunes derivadas del sistema del que forman parte.
La más pronunciada de ellas es la que he de denominar la formación
paulatina de la mente del burócrata, patología que consiste en la
pérdida progresiva del "horizonte de proyección de trabajo"
tornando (aunque no introyectando) los problemas de los actores directos de
drama penal como problemas propios,
De ahí que como premisa psicológica básica, "el problema" debe
ser "resuelto" eliminándolo. Ello implica muy frecuentemente
finalizar apresuradamente la causa cuando, lo que procesalmente
correspondería, siguiendo el terco e hipócrita principio de legalidad,
sería continuar con la investigación inconclusa.
Esta actitud, cierta y fácilmente comprobable empíricamente tiene su
explicación. Actores directos e indirectos del conflicto penal resultan ser
víctimas de un mismo sistema cuyas aguas desbordan y que en la actualidad
no resulta ser más que una caza discriminada de personas con una vetusta y
agujereada red.
Recuerdo todavía cuando una señora de avanzada edad reprochaba al personal
de mesa de entradas, dado que no sólo no le dejaban tener acceso a la causa
que le interesaba (por no revestir ella el carácter de parte), sino que
también debieron informarle que el juez había resuelto desestimas su
denuncia por inexistencia de delito. Me aproximé hacia ella y luego de oírla
con extremada paciencia, le contesté para el asombro de todos los
presentes: "Señora, lo que usted debe comprender es que el derecho
penal no le va a solucionar su problema, es más, en general a nadie le
soluciona nada, apenas si lo enmienda cuando puede". Sin contestarme
nada, con una mezcla de impotencia y entendimiento , se retiró sin siquiera
decirme buenos días en un gesto de absoluta y comprensible sinceridad e
impotencia.
La segunda de las características en común es el acostumbramiento a
la mediocridad y a la falta de medios.
En esta característica se puede encontrar la clave que me permitió,
párrafos antes, calificar de consentidoras a estas que denominé víctimas
colectivas laborales.
Entiendo que gran parte de las miserias del proceso penal podrían
subsanarse o bien tender a ello, si no padeciésemos del síndrome antes
mencionado. En este punto resulta clave la actitud que los jueces deben
asumir, no de sumisión hacia el poder político -por razones por todos
conocidas- sino un verdadero ejercicio de sus facultades como poder
"independiente" de los dos restantes.
Sabemos de todas maneras que muchos de ellos "...difícilmente se
insurjan pues parecen más atentos a sus posibles ascensos que al hecho
abrumador de vulnerar leyes fundamentales..." como señalara Neuman en
su obra Victimología y control social, Las víctimas del sistema penal (Ed.
Universidad, Buenos Aires, 1994, pág. 233). No obstante ello existe un
pequeño, pero significativo, número de jueces que prefieren mantener un
perfil bajo, y bolsillos vacíos, a los que sólo les faltaría, para
coronar un honroso desempeño en su función, una cuota de osadía tal que
les permita revertir la "anormal" actitud de cómoda sumisión del
sistema judicial al sistema político.
Otra rasgo en común es el desarrollo de un discurso propio que se
caracteriza por la existencia de repetidos latiguillos o
eufemismos que no hacen más que ocultar tras una decorosa y
diplomática conjunción de palabras una problemática indisimulable.
Frases como la causa está a estudio, la causa está a despacho,
la semana que viene va a haber novedades, la causa no está en
casillero, comprenda que estamos de turno, entre otras tantas,
componen el diccionario básico del empleado judicial. Suelen escucharse en
cada uno de los juzgados de esta ciudad, como vacuas y entendibles
contestaciones ante los legítimos requerimientos de los interesados en
ellas, letrados o particulares, que asisten a este teatralizado diálogo
como un personaje más, consintiendo la escena y haciendo reverencia para
luego hacer mutis por el foro. Todos, cada uno en su correspondiente rol,
nos prestamos al enmascarado juego al que la abrumadora realidad nos empuja:
Los imputados(2)
por su parte, son víctimas de las primeras víctimas que deja en el
camino el sistema penal.
Estigmatizados y con una presunción de inocencia sólo consagrada en la
fría letra de la ley, asisten a un proceso de cosificación y
despersonalización constante y gradual que los llevará inevitablemente
a sentirse como son calificados desde un primer momento: los
delincuentes, calificativo que antecede al de ser humano,
subversión de términos ésta que demuestra en gran medida las tantas
miserias a las que posteriormente haré referencia.
El proceso de cosificación comienza desde el primer momento en que
son detenidos los imputados de cualquier delito por parte de las fuerzas de
seguridad. Trasladados luego a la sede de la seccional preventora,
dependencia de seguridad y a la alcaidía que corresponda, se los somete a
un interrogatorio de identificación que no admite errores o demoras, pues
caen en cualquiera de ellos implicaría un pie hacia la burla o hacia el
escape de la morbosidad alimentada por la satisfacción que produce no
ocupar el desgraciado lugar del otro.
Luego del traslado en pésimas condiciones hacia la sede del juzgado, en
donde que le da la "bienvenida" es un reciente empleado del Poder
Judicial que confunde seriedad con soberbia, distancia con alejamiento,
reemplazando la comprensión con el más sencillo desprecio y quien en
definitiva lo anoticiará el hecho que se le imputa y repetirá, casi de
memoria, mecánicamente y sin pensar como el Padre Nuestro, una serie de
derechos y garantías que a gatas el detenido puede comprender.
Todavía recuerdo , hace ya algún tiempo atrás, al anoticiarle a un
detenido de muy bajo nivel educativo el derecho que le asistía a contar con
un defensor oficial o particular -en este caso se trataba de un defensor
oficial no presente en el acto de la declaración indagatoria, una muestra
de absoluta negligencia y de victimización hacia su defendido- con quien
podía mantener una entrevista previa, me contestó: "Si, ya tuve la
entrevista, acá abajo, pero no con ese tal Dr. X, sino con un familiar que
trabaja con él".
Al finalizar la indagatoria , el imputado, previo firmarla, comenzó a leer
el acta con una paciencia tal que me inquietaba, dado que todavía me
restaban numerosas tareas para efectuar en el corto día. Previo a signar el
acta, el ser humano imputado de un delito lanzó al aire su molesta segunda
pregunta: "Dígame dotor (sic) ¿qué significa S.S?".
Yo le contesté que significaba Su Señoría, es decir el juez, ante lo cual
me miró y volvió a repreguntar -creo que irónicamente- "¿Qué,
usted tan joven es el Juez?". Lo que no sabría el futuro procesado
y condenado, era que jamás conocería al juez que ordenó su procesamiento,
detención, prisión preventiva y posterior elevación a juicio oral, para
ser condenado a una extensa pena.
El vocabulario mismo implica la despersonalización. Generalmente se
reemplaza en las resoluciones el nombre de la persona imputada por
eufemismos tales como "el malhechor", "el
delincuente", "el incuso", "el caco",
entre otras; evitando en todo momento el prefijo señor, sólo reservado
para los que nos encontramos del otro lado del escritorio.
Al ingresar el detenido por primera vez al tribunal, con la cabeza gacha y
acompañado por su sombra penitenciaria, la escena se repite. El guardia que
ingresa suele decir el apellido de "aquél", supongamos
García, no faltando el ya burocratizado empleado que repregunta: ¿De
quién es García?, como si se tratara de una recién llegada encomienda.
Ninguna persona, por más distraída que sea, en el mismo lugar del
imputado, pasa por alto este proceso al que se ve sometido y que en
definitiva lo lleva a sentirse tal como es tratado, con el consiguiente
desprecio y resentimiento que ello genera.
El lugar también victimiza al imputado. Es inevitable, aunque de una
promiscuidad tangente, el hecho de que al recibírsele declaración
indagatoria se lo notifique al detenido del hecho que se le imputa, sea
éste de la gravedad que fuera, y con la deshonra que ello trae aparejado
para una persona de inocencia presumida, delante de la más variedad calidad
y cantidad de personas, y no en un ambiente privado y reservado del tribunal
en donde nadie más que los infaltables personajes deberían escuchar.
Tampoco faltan las conversaciones triviales entre los demás empleados, en
tanto el detenido se halla atravesando una crucial etapa de su vida.
Por último, los familiares de la persona caída en desgracia tampoco han de
escapar de los alcances victimizantes que posee el sistema. Como si tuvieran
que pagar alguna culpa de descendencia, se los suele tratar con una total
indiferencia, retaceándole muchas veces información en un gesto de
absoluta morbosidad.
Los testigos, muy frecuentemente víctimas de delitos que los
dejaron profundamente conmocionados, deben soportar diversas formas de
victimización.
El diario matutino Clarín del día 9/3/1998, en una nota publicada en la
sección de información general, pág. 38 y ss., titulada "La mayoría
de la gente no quiere ser testigo", afirmaba:
"En los juzgados penales de Buenos Aires hay 45.000 causas en trámite,
que necesitan de unos 250.000 testigos para resolverse. Pero al menos la
mitad de ellos -125.000 personas- sólo concurrirán a los juzgados si se
los cita como mínimo tres veces. La conclusión que sacan los
juzgados" (...) "es sencilla y contundente: más de la mitad de la
gente no quiere saber nada con salir de testigo de un hecho". En
relación a las posibles causas que motivan esta actitud, publicó el
diario: "La sensación que tenemos desde acá es que la gente no quiere
comprometerse. Si se trata de una causa con detenidos es habitual que los
testigos reciban amenazas y, por lo tanto, que tengan miedo. Tampoco quieren
faltar al trabajo y otros sienten temor ni bien reciben la citación, porque
directamente no saben qué es lo que van a hacer ni para que se los
llama", explicó a Clarín Jorge Malagamba, el secretario del Juzgado
de Instrucción número XXIII.
El juez Adolfo Calvete -titular del juzgado número XV- también confirmó
que en la práctica hay que reiterar varias veces los pedidos a los testigos
para que se presenten a declarar. Y resaltó la incomodidad que significa
ser testigo en el actual sistema judicial: "Es que van a declarar tres
veces como mínimo -en la policía, el el juzgado y en el tribunal oral- y a
veces tienen que repetir sus testimonios o ampliarlos en alguna de esas
instancias"
La nota continua más adelante de la siguiente manera: "Pero además,
ser testigo es una carga pública: quien recibe la citación" (...)
"tiene la obligación de ir ante el juez. El día de trabajo se le
justifica con un certificado -tienen obligación de aceptarlo tanto las
empresas públicas como las privadas- y también se les paga el costo del
transporte, si la persona dice no tener plata para viajar hasta Tribunales.
En este punto hay un problema práctico (3):
el juzgado debe abrir un expediente para que le reintegren el dinero a la
gente, y ese expediente viaja hasta una oficina administrativa de la Corte
Suprema de Justicia, donde finalmente dan el visto bueno para pagar.
'Obtener los 4 o 5 pesos que cuesta un tren desde el Gran Buenos Aires más
los colectivos que lleven al testigo hasta el Palacio de Tribunales puede
tardar hasta seis meses', dijeron en uno de los juzgados consultados. 'Por
eso en la práctica, la plata termina saliendo de una vaquita entre
el juez y nosotros', contó la fuente".
Siguiendo con la búsqueda de causas de la contumacia, prosigue más
adelante el provechoso artículo: "La jueza correccional Ana María
Bulacio Rua acepta una falla natural del sistema: 'Cuando citamos a un
testigo, lo hacemos para una fecha y una hora que nos viene bien a nosotros,
no a ellos. Por eso hay que entender que la gente, muchas veces , no puede
paralizar su vida sólo porque nosotros los llamamos, más allá de la
importancia que tienen para la justicia"
A las causas ya esbozadas podrían agregárseles muchas otras: la espera a
la que muchas veces deben verse sometidos los testigos, en ocasiones por
negligencia y en otras por exceso de tareas de los empleados del juzgado; la
escasa información que brinda el poco descriptivo telegrama policial que
cita a los testigos (el que podría ser fácilmente complementado con un
simple llamado telefónico); el descreimiento en la justicia; lo promiscuo
del ambiente; la falta de protección y un largo etcétera.
Desde hace ya siete años una ley contempla la protección de los testigos.
Sin embargo, esta pseudo protección sólo se halla consagrada en el marco
teórico. La ley 24.050 establece en el artículo 40, la creación de una
'Oficina de Asesoramiento y Asistencia a Víctimas y Testigos'. Esta
dependencia tendría que ser dirigida por un especialista en victimología,
auxiliado por un equipo de asistentes sociales. psicólogos y abogados. Pero
al vetarse presidencialmente la dependencia de esta 'oficina' de la competencia
de la Cámara Nacional de Casación Penal, la Corte Suprema de Justicia de la
Nación debió designar a sus integrantes, y por lo tanto ocuparse de su
creación, cosa que jamás ocurrió.
Asimismo, el artículo 79 del Código Procesal Penal de la Nación enuncia
los derechos de los que goza un testigo y los cuales en la práctica
deberían ser salvaguardados por la 'oficina fantasma'.
En consecuencia, los testigos gozan sólo de un amparo formal y no del real
que el Estado debería otorgarles.
En cuanto a la desprotección en la que se ven inmersos los testigos, la
imagen se torna evidente y patética en ocasión de efectuar los
reconocimiento en ruedas detenidos, medida de vital importancia para el
esclarecimiento de las causas.
La peripecia comienza desde la sede de la oficina del juzgado previo alertar
al testigo sobre la esencia del acto que se va a celebrar y sobre las
'seguridades' (?) que para el caso se le brindarán. Prosigue luego con el
paseo por los intrincados pasillos de Tribunales, hasta llegar por fin al
'ascensor de detenidos' que, como presagio de lo que va a ocurrir, se
sumerge en el más profundo de los subsuelos del Palacio, hasta la Unidad
número 28 del Servicio Penitenciario Federal, la Alcaidía o la vulgarmente
llamada 'Leonera' (se sobreentiende que los animales son los que se
encuentran tras las rejas y así es como frecuentemente se los trata).
Para una persona que ha caminado varias veces por el subsuelo del Palacio,
dicha escena se torna cotidiana. Pero para el testigo recién llegada, es
dantesca. Todavía recuerdo la sensación de temor que me invadió el primer
día al hundirme más allá de la planta baja. A dicho temor escenógráfico
hay que sumarle el peligro inherente del acto que se va a realizar, el olor
a encierro o a gamexane -según toque en suerte- del subsuelo, el predominio
de los grises mezclados con algún tema bailantero del momento siempre
puesto a un volumen más alto de lo recomendable (que trae recuerdos a los
memoriosos de la música que para tapar los gritos de los torturados en los
centros clandestinos de detención durante la dictadura militar), los
comentarios de dudoso gusto de algún no muy iluminado carcelero y el
resultado que se obtiene sobre el testigo es que sea invadido por una
sensación de soledad y desprotección. Ha comenzado el primer acto y no de
la mejor manera.
A continuación comienza la segunda escena. El testigo debe esperar, a veces
demasiado, que algún guardia proceda a formar "la rueda" con la
demora que ello implica -quizás halla traslados de detenidos y por lo tanto
habrá que esperar algunos minutos extras; quizás haya que aguardar al
defensor del imputado o bien el encargado de la rueda se tome su tiempo en
encontrar a otras personas de similares características físicas, fisonómicas
y de vestimenta que la persona imputada- hasta que al pesada puerta de metal
se abre, para darle de esta manera al testigo la "bienvenida" al
habitáculo en donde se llevará el acto final.
Detrás de una pared que separa al testigo del imputado y de las demás
personas que componen la fila, y tras la mirada del encargado penitenciario,
se cumple con los formalismos rituales que no vienen al caso mencionar. El
testigo responde a cada una de las preguntas que se le efectúan, hasta que
finalmente se o invita a dar el paso al frente y subir a la panóptica
tarima, desde donde podrá visualizar tras el espejado vidrio ya gastado,
los desafiantes rostros de cuatro personas que le permiten augurar un
destino no demasiado feliz, si el resultado de la rueda fuera satisfactorio
para la elucidación de la causa. En muchos casos, sin embargo, superando
todos los temores sobrevinientes, los testigos sindican claramente a los
responsables. En otros tantos la respuesta es un "no", a veces no
demasiado creíble pero tampoco demasiado reprochable o exigible.
Una vez terminado el acto, la palidez del testigo invade aun al más adicto
a las bondades de Rá, mientras que a continuación las preguntas comienzan
a brotar indefectiblemente tal si se hubieran orquestado unos con
otros: ¿y el imputado sabía que yo era quien lo estaba reconociendo?; ¿a
partir de este momento el Estado me da alguna protección?; ¿no me vana
citar más, no?; ¿si me citan, yo voy a estar cara a cara con el imputado?;
etc.
En estos casos el silencio de quien actúa como interlocutor resulta la
respuesta más honesta, fuera de todo circunloquio engañoso de palabras.
Los guardia cárceles o empleados del Servicio Penitenciario
Federal (o los presos de los presos como los denomina el victimólogo Elías
Neuman), parecen personas producidas en serie, clonadas, extraídas de un
mismo molde arcilloso. Vestidos con uniformes reflejan la sordidez del lugar
en el que habitan, conducen día a día a los alojados en las alcaidías a
las sedes de los diferentes juzgados. Se los suele ver conversando "de
igual a igual" con los detenidos que transportan, pseudo amistad ésta
que finaliza al llegar a la puerta de las Secretaría en donde el diálogo
se interrumpe abruptamente para ser reemplazado con algún comentario de
forzada simpatía hacia el empleado que los recibe en el tribunal.
Luego, su original mirada de atención hacia los movimientos del detenido se
va diluyendo no faltando quien sentado en una silla gana el placer de
soñar. Sin lugar a dudas los prolongados turnos que cumplen, la monotonía
de sus tareas, la falta de formación y, en algunos casos, de vocación, los
magros sueldos que perciben y otros factores variados, contribuyen a la
seducción del descanso.
Una vez cumplido el acto procesal que en suerte le toque protagonizar al
detenido, los carceleros vuelven a esposarlo para trasladarlo nuevamente a
su celda, recomenzando entonces el diálogo antes truncado por la
intervención del tribunal. Es que en la mayoría de los casos, detenido y
carcelero suelen provenir del mismo extracto social, de tal manera que si
cambiáramos las vestimentas, ni el más sagaz de los investigadores podría
notar la diferencia.
Conclusión
Si bien muchas de las conclusiones fueron desarrolladas a lo largo de este
humilde ensayo, entiendo que resulta extremadamente difícil proporcionar
soluciones simples o mágicas que permitan desatar este gran nudo.
Lo cuestionable sin embargo resulta ser la falta de iniciativa política en este
sentido y la pasiva contemplación hacia el sistema de justicia actual. De ahí
que los cambios no se logren. Ninguna solución llegará de manera celestial. Es
necesario una fuerte y decidida toma de conciencia en lo que atañe a la
temática abordada o bien proseguir con la tendencia menos difícil, cual es la
de mimetizarse o adaptarse lo mejor posible al caos victimizante. De optar por
este último camino lo que se logrará será acallar voces pero no solucionar
conflictos -objetivo que a mi criterio debería ser el principal fin perseguido
por el sistema de justicia- los cuales en forma latente permanecerán
subyacentes hasta aflorar nuevamente cada vez con un olor más nauseabundo.
En este sentido este ensayo no pretende ser más que un aporte hacia ese deseado
objetivo, partiendo de una descripción fragmentada y seguramente parcial de
diaria mediocridad.
Como reflexión final quisiera decir que peor que no detectar las miserias que
posee el sistema de Justicia, en donde se hallan en juego derechos de dramática
trascendencia como la libertad misma, resulta encubrirlas y convivir con ellas,
día a día, y no intentar, por utópico que parezca, efectuar un cambio. Ello
nos convierte en unos sagaces detectores de falencias, a al vez que en unos
hipócritas aburguesados, insensibles y resignados a nuestra mediocridad
cotidiana.
(2)
Al referirme a ellos centraré la atención principalmente en quienes se
hallan detenidos, pues en ellos podrá verse más plausiblemente las
aproximaciones victimizantes a las que conduce el sistema de justicia penal. volver