Los héroes anónimos
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Diario La Nación
Nota Los héroes anónimos del Palacio de Justicia
Sección General
Fecha de publicación 15.11.1998
Autor Laura Zommer

Un día en Tribunales
Los héroes anónimos del Palacio de Justicia
Hay 1300 empleados que jamás cobran, un mayordomo que decide la suerte de los ministros y un gato famoso que se fue a Roma.
Por la mañana parece un hormiguero y por la noche, un cementerio. Es un gigantesco laberinto, donde 102 jueces deciden, a diario, el futuro de miles de personas.

Como en los castillos encantados de los cuentos infantiles, en su interior nada es lo que parece. En el Palacio de Tribunales el tercer piso es en realidad el primero y el séptimo es apenas el quinto.

El edificio revestido de mármol de Talcahuano 550, que se empezó a construir en 1904 en el "Hueco de Argibel", ocupado entonces por el Parque de Artillería, no da abasto.

Desde las 7.30 hasta después del mediodía, subir a unos de los 12 ascensores del edificio es casi una odisea. En la Intendencia, los empleados, sumergidos entre papeles, nunca terminan de responder preguntas y en las mesas de entrada de los juzgados, la gente se hacina para consultar los expedientes. Los presos están aún peor. Por la minúscula Alcaidía del Palacio pasan diariamente más de 100 detenidos.

El Palacio, en el que muchos porteños nunca ingresaron, guarda incontables secretos. Historias de magistrados y funcionarios. Alegrías y peleas de abogados y detenidos. Anécdotas de fiscales y de médicos legistas. Estudiantes sin sueldo que trabajan de meritorios por amor a la ley.

Pero también cuentos sin nombre y apellido, de más de mil empleados que, ajenos al Derecho, pasan sus días entre expedientes y causas difíciles de entender.

Un mayordomo con más poder que los ministros de la Corte, dos implacables serenos, una empleada del Archivo más memoriosa que un elefante, un portero que admira a Augusto Belluscio, una pareja corta de vista que provee a todos de golosinas, un lustrabotas con buen humor y hasta un gato llamado Ramón.

El Poder Judicial, donde en los últimos años estallaron varios escándalos de corrupción y una docena de funcionarios gana más de 10.000 pesos al mes, tiene su contracara. Hay 1300 antiñoquis. Así fueron bautizados los jóvenes meritorios que pueblan los Tribunales, que aunque trabajan todo el mes no cobran los 29.

Como en ningún otro poder del Estado, están institucionalizadas las pasantías no rentadas. El año último, la Corte había destinado 1.200.000 pesos para comenzar a pagarles un sueldo, pero el Poder Ejecutivo quitó esa partida del presupuesto.

Nadia tiene 24 años y está a punto de graduarse en la UBA. Trabajó sin sueldo ni horarios en un Tribunal Oral, en un juzgado de instrucción y en una defensoría. Después de tres años, logró que la nombraran de pinche -así se llama en la jerga al escalafón más bajo de la carrera judicial-en un juzgado federal.

El dueño de la llave

Miguel Manfredi es el dueño de la llave. Sin él, los ministros de la Corte Suprema no podrían ingresar en la Sala de Acuerdos, donde todos los martes se reúnen a deliberar. Es viudo y vuelto a casar. Con 75 años y 47 en la presidencia del máximo tribunal, conoció en detalle los gustos y manías de todos los jueces que integraron el alto tribunal.

Llegó de la mano del doctor Villegas Basabilvaso y -dice- la mayoría de los jueces a los que sirvió en sus primeros años ya fallecieron. Viste saco y corbata, usa bigotes y habla orgulloso de su función: "Con todos me llevaba bien. Yo siempre me encargué de abrir la sala. Antes, los ministros hacían un intervalo en el acuerdo y se reunían en el Salón de los Cuadros a tomar el té. Ahora ya no lo hacen".

Tiene cara de buena persona. Habla pausado. Tras un silencio, sonríe y explica por qué él es uno de los personajes que mejor conoce la historia del Palacio: "Yo fui el único testigo de la jura del doctor Guido (José María)". Fue el 30 de marzo de 1962 y con su nombramiento se logró preservar la continuidad democrática.

Manfredi trabaja de tarde. Su compañero, Hipólito Cané, llega al Palacio de Tribunales por la noche. El y otro sereno recorren, sin cansancio, todos los despachos y recovecos del edificio. En cumplimiento de un extraño rito, marcan con tiza blanca toda puerta o ventana que encuentren mal cerrada. Para los distraídos, la marca del viejo Cané es un mudo llamado de atención. De noche, todo debe quedar bien cerrado.

Osvaldo trabaja ahora como chofer en Tribunales, pero recorrió un largo camino. Tiene 54 años y pasó en el edificio de Talcahuano 550 sus últimos 32 años. Cuando entró en el Poder Judicial se encargó de la limpieza, luego fue portero, ascensorista y empleado de la mesa de entradas de Intendencia. Este es el lugar donde brindan informes, se clasifican unas 1000 cartas diarias y se ayuda a los que se pierden en las entrañas del edificio. Que no son pocos.

Hace 20 años que Osvaldo usa corbata todos los días. Tiene 3 hijos y el orgullo de que la mayor se recibió de abogada y trabaja en una fiscalía federal. "Mi trabajo no me aburre, me gusta. Nunca me peleé con nadie pero si le cuento alguna de las historias que vi acá dentro, alguno va en cana seguro", confiesa risueño.

Juanita es toda una institución. Tiene 73 años y está desde 1951 en el Archivo General del Poder Judicial, donde se calcula que hay más de seis millones de expedientes de todos los fueros. También es un bastión contra el que fracasaron, a través de los años, decenas de exterminadores de ratas.

Pero a pesar de tener que convivir con esas indeseables vecinas, ella esta siempre de buen humor y es, por sobre todo, una mujer coqueta. Se maquilla los ojos cada mañana y usa un delantal rosa bien almidonado. Llega todos los días a las 9.30 y se va después de las 18. "No me quedo más tiempo porque se van todos. Me encanta estar acá. Es que trabajamos por amor. Queremos solucionar los problemas de la gente", cuenta, mientras sus empleados la despedían con un beso. Eran las 13.45 del viernes.

Juanita trabaja en el subsuelo del Palacio, en una oficina pequeña y sin ventanas a la calle. Es jefa de Registros de Juicios Universales del Archivo, cargo al que ascendió por concurso. No es abogada, pero los que la conocen dicen que sabe de Derecho mucho más que cientos de letrados que la consultan.

Desde hace siete años, Juan Carlos Martínez es el portero del Palacio de Tribunales. Tiene 62 años y antes trabajaba de taxista. "Si tengo que elegir a un juez, elijo a César Augusto Belluscio. Es un buen tipo, conversa todos los días con nosotros y nos trata de igual a igual", cuenta.

Sentado estratégicamente detrás de una mesita de madera, frente a la estatua "La equidad" (más conocida como "La Justicia de los ojos vendados" a pesar de que se caracterice por tenerlos desvendados), apunta los nombres de todas las personas que ingresan en el Palacio después de la 13.30, cuando termina el horario de atención al público.

El lustrabotas y el gato

¿Cigarrillos? ¿Pastillas? Un sólo quiosco abastece a las decenas de miles de personas que pasan a diario por Tribunales. Nelly y su marido Sergio abren a las 8 y cierran a las 14.30. Venden golosinas, bebidas y sándwiches.

Ninguno de los dos tiene la menor idea de lo que es el marketing. Así, se obstinan en no vender sándwiches de milanesa, cuando es lo que su clientela reclama. Mientras entrega un chocolate, mira trabajosamente por encima de los gruesos vidrios de sus anteojos. De los que no se separa jamás. Es muy corta de vista.

Danielito es bastante más joven que Manfredi, Cané, Osvaldo, Juanita, Martínez y Nelly. Pero todos los que caminan los pasillos de Tribunales lo conocen bien.

Por la mañana es encargado en un edificio del Poder Judicial y a la tarde toma su cajón de lustrabotas y recorre despachos de camaristas y jueces. No cobra caro (dos pesos la lustrada), es muy charlatán y deja los zapatos impecables. Muere por las mujeres lindas y lleva en su cajón una foto de Raúl Alfonsín y otra de Carlos Menem a los que -jura- les lustró una vez los zapatos.

El gato Ramón supo ser la mascota del Palacio, pero ya no está. Era negro y con alguna mancha blanca. Paraba en la portería y se había encariñado con el ex ministro Ricardo Levene (h.), a quien acompañaba hasta el automóvil. Cuando éste se retiró el gato quedó casi huérfano, y lo adoptó a Mariano Cavagna Martínez. Este ordenó que lo alimentaran bien y, al irse como embajador al Vaticano, sorpresivamente, se lo llevó. Y de Ramón nunca más se supo.

 

 


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